DOCE

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Cuando Erik y yo rompemos nuestro abrazo, Maela está a unos metros de distancia sobre el pequeño camino de piedras. La luna brilla a su espalda, oscureciendo su rostro, pero su postura —erguida y rígida— me dice todo lo que necesito saber. Bueno, casi todo. Necesito saber cuánto tiempo lleva ahí, más que cualquier otra cosa. Más que lo que ha sentido al ver que nos besábamos o lo que nos hará después de descubrirlo. Respecto a esto último, tengo una idea bastante aproximada. 

—Erik —dice Maela con voz calmada—. Necesito que acompañes a un par de ministros a las habitaciones de huéspedes. Todos los mayordomos están ocupados. 

Erik me mira primero a mí y luego a ella. Su mano sigue apoyada en mi espalda y cuando la retira, el frío cortante del aire nocturno recorre mi piel desnuda, provocándome un escalofrío. Me lanza una mirada preocupada, pero se vuelve hacia Maela. 

—Primero acompañaré a Adelice a su apartamento. 

—Creo que ya le has prestado suficiente atención esta noche —murmura Maela, dando un paso adelante. Al moverse, las sombras se desvanecen de su rostro y veo que está llorando. 

Nunca pensé que sentiría pena por ella, especialmente porque nunca pensé que se me presentara la oportunidad de hacerle daño. Pero al ver su rímel corrido siento deseos de retroceder y esconderme entre las enredaderas y las ramas. 

—¿Me estabas siguiendo? —pregunta Erik. 

—Te necesitaba —responde ella en voz baja. 

—Hay otros cincuenta guardias ahí dentro —dice él, sacudiendo la cabeza—. No te pertenezco. Trabajo para ti. 

Maela resopla ante la crueldad de sus palabras, e incluso yo siento su aguijón. Esta situación empieza a resultar incómoda. 

—No estarías aquí si no fuera por mí —le recuerda Maela—. Estarías trabajando como un burro en la cocina o pudriéndote en un barco tratando de pescar para vivir. Así que, a menos que quieras regresar a eso, me gustaría que te reunieras con los ministros en el piso de arriba. Adelice puede encontrar ella sola el camino de vuelta. 

Ante la mención de su pasado, Erik no parece dispuesto a seguir presionando, así que desaparece entre la negra silueta de los árboles sin dirigirle ni una palabra más a Maela —ni a mí. 

Maela permanece quieta. Sopeso mis opciones. Podría intentar marcharme, aunque tendría que pasar junto a ella y colocarme al alcance de sus manos, algo que no me atrae demasiado. También podría entablar una conversación, pero no puedo pensar en nada, excepto en el roce de los labios de Erik, y no creo que Maela quiera hablar de eso. La tercera opción es sostener su mirada y como es la menos peligrosa, es la que elijo.

—Buenas noches, Adelice —dice Maela, apartando los ojos—. La fiesta aún no ha terminado, pero he tenido suficiente —sin decir nada más, se aleja por el mismo sendero que Erik . 

Cuando regreso al vestíbulo, Erik está ocupado recogiendo del suelo a políticos borrachos, y evito captar su atención. La situación es ya bastante complicada en este momento. Ni Maela ni Enora se encuentran a la vista. Estupendo. No me gustaría pasar una noche en las celdas o escuchar un sermón. Lo único que necesito es una cama.

Gracias al alivio que me produce la esperanza de que mi madre esté viva, o a haberme pasado un poco con el vino, me sumerjo en un profundo sueño tan pronto como rozo las sábanas, aunque pasado lo que parecen unos instantes me despiertan a sacudidas. Me cuesta un poco enfocar la imagen de una Enora aterrada inclinándose sobre mí. 

—¿Qué hora es? —pregunto con voz ronca y la garganta seca y áspera. 

—Las cuatro de la mañana —responde apresuradamente. Me pregunto, casi con absoluta coherencia, por qué ha venido tan temprano. 

LAS TEJEDORAS DE DESTINOS de Gennifer AlbinDonde viven las historias. Descúbrelo ahora