DIECIOCHO

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Me salto el desayuno. Y el almuerzo. No salgo de la habitación. Valery no acude a arreglarme, así que paso el día tirada en la silla de maquillaje, bebiendo una botella de vino. A Valery le hubiera gustado; siempre me estaba diciendo que me relajara mientras me arreglaba. Va por ti, Val. Me tomo otro vaso por Enora. Y luego uno por mi madre, aunque ella no lo aprobaría. Resulta que hay un montón de personas por las que brindar, así que me esmero. 

Dedico la segunda mitad de la botella a Jost, que no está muerto. Aún. Estoy segura de que implicarle en este lío solo conseguiría engrosar mi lista personal de muertes. Y por mucho que beba, ese pensamiento me despeja de inmediato. No puedo permitirles que maten a Jost, o a Amie o incluso a Loricel. No puedo permitir que nadie más sufra por mi culpa. Lo que me deja dos opciones: levantar el ánimo y sacrificarme por los demás o escapar de aquí. El problema de Arras es que todo está vigilado y controlado por la Corporación, hasta mi secuencia de identidad personal. Incluso si lograra salir del complejo, un rastreador utilizaría esa secuencia para darme caza antes de que hubiera dejado atrás la estación de transposiciones. O tal vez Cormac se saltara lo de perseguirme y ordenara directamente mi extracción. 

A media tarde no se me ha ocurrido nada. Pero como nadie se preocupa de obligarme a trabajar me visto con unos pantalones de lino y una suave túnica de algodón —las únicas prendas de todo mi armario que no requieren abotonado, cremallera o medias—. Es la vestimenta perfecta para tumbarse y perder el tiempo. Al mirar por la ventana desde mi cama, veo cómo las olas empapan la orilla. Hoy no hay nieve en la montaña. Todo está en calma, programado para contrarrestar la tragedia de anoche. El vino me revuelve el estómago vacío mientras contemplo el apacible paisaje, y siento de todo menos tranquilidad. 

Se abre la puerta a mi espalda, pero no me vuelvo. Le pedí a Jost que no viniera, de modo que pueda ocuparse de las insignificantes tareas que inventó como excusa para verme. Además, probablemente en este momento yo huela como Cormac, lo que no resulta muy romántico. Pero no se dirige hacia la chimenea o el baño, ni me llega el exótico aroma de un almuerzo tardío. Solo se aproxima a mí y permanece quieto; continúo dándole la espalda. 

—Márchate —por suerte, mis palabras suenan claras. 

—No puedo —es la voz de Jost, pero habla con tono firme, seguro de su derecho a estar aquí—. Me han ordenado recogerte para acudir a una reunión con el embajador Patton. 

La voz parece la suya, pero al mismo tiempo suena distinta. Más profesional y arrogante. Se enciende una luz en mi cerebro y me giro sobre mí misma. Grave error. Veo las estrellas y me mareo. Tal vez esté algo borracha. 

—Estoy lista en un minuto —exclamo.

—Pensé que era mejor... —empieza a decir Erik. 

—¿Mantenerte alejado? 

—No quería forzar la situación. 

—Creo que esa línea ya la cruzamos —respondo con una sonrisa fría. 

Erik tensa la mandíbula y la relaja de nuevo. Alargo la mano y me ayuda a levantarme. Mantengo el equilibrio con dificultad, pero el siempre caballeroso Erik toma mi brazo sin decir una palabra. Resulta extraño volver a tocarle. Veo mi brazo en torno al suyo, mi piel roza su chaqueta de lana, incluso mi puño toca su muñeca desnuda, pero no se producen chispas. Mis nervios no reaccionan. Recuerdo nuestro beso en el jardín. Mi primer beso. Pero ahora me siento como una espectadora, no como partícipe de ello. Si significó algo, Maela lo destruyó, junto a las yemas de mis dedos. O tal vez sea el efecto adormecedor del vino que he tomado. 

Caminamos en silencio y Erik avanza con paso decidido: conducirme a la reunión, ese es su único objetivo. Será un alivio cuando me deshaga de él. El delicioso entumecimiento ha desaparecido cuando llegamos a la puerta cerrada. Erik hace un ademán con la cabeza a un guardia alto y corpulento, con esa manera que tienen los hombres de saludarse entre ellos. 

LAS TEJEDORAS DE DESTINOS de Gennifer AlbinDonde viven las historias. Descúbrelo ahora