VEINTIDÓS

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Logro pasar a hurtadillas junto al guardia, que está ocupado fumando a unos metros de la puerta de acceso a los estudios superiores, pero no regreso a mi habitación. Tan pronto como le pierdo de vista, adquiero una actitud confiada, con los brazos a ambos lados del cuerpo y la espalda recta. Me están vigilando y no quiero levantar sospechas. Con dedos temblorosos, saco del bolsillo el fragmento de pantalla de la pared de Loricel y lo escondo en la palma de la mano. Tiene solo unos centímetros de ancho y es tan ligero como una pluma, pero muestra un pedacito del paisaje por defecto de las paredes del taller. 

Pronuncio una única palabra: 

—Jost. 

Una imagen parpadea en mi mano y la miro con ansiedad. Veo grandes mesas de acero que se extienden a lo largo de una estancia y chicas con vestidos cortos y ajustados que transportan bandejas con platos hasta unas profundas pilas metálicas en la pared. De pie en un rincón apartado, Jost da indicaciones a un grupo de muchachos. Tan pronto como desaparecen, Jost cierra los ojos y se aprieta el puente de la nariz. Parece cansado mientras se apoya contra la pared y yo estoy a punto de añadirle más presión. Pero si no se lo digo ahora, tal vez no vuelva a encontrar la fuerza necesaria para hacerlo. Con la mano que tengo libre, saco el digiarchivo y consulto el plano. Estoy justo encima de la cocina. Por un instante, considero darme la vuelta. Ya he arruinado todo lo que había entre nosotros, y nada volverá a ser lo mismo una vez que descubra lo de Sebrina. Pero pienso en Amie y, aunque no es lo mismo, sé que no puedo ocultárselo. Continúo hacia la derecha y me escabullo por la escalera más cercana. Ni siquiera tengo tiempo de pensar lo que voy a decir antes de que las escaleras me conduzcan cerca de una puerta. 

La sirvienta que está más cerca de mí gira la cabeza de golpe y me mira boquiabierta. Otras dejan de fregar los platos, pero solo una se seca las manos cubiertas de jabón en el mandil y se acerca a mí. 

—¿Señorita? —pregunta, mirándome con recelo—. ¿Puedo ayudarla en algo? 

—Necesito hablar con el mayordomo jefe —respondo, alzando la barbilla con toda la majestuosidad que puedo. 

Ella aprieta los labios y entrecierra los ojos de manera insinuante. 

—¿Con Jost? 

—Si ese es su nombre —respondo, despidiéndola con gesto de desprecio. Me siento como una verdadera arpía, pero cuanto más actúe como una tejedora, menos interés despertaré en ellos. 

La sirvienta hace una reverencia y se aleja hacia los generadores de comida, pero la pillo lanzando una miradita a otra chica que deja escapar una risa nerviosa. Un vistazo a mi rostro es suficiente para que se le borre la sonrisa de la cara y regrese apresuradamente a su trabajo. Deben de odiarme. 

Jost asoma la cabeza por una puerta en la parte trasera y sus ojos reflejan cierta sorpresa, aunque mantiene el rostro inexpresivo. Intercambia algunas palabras con la sirvienta que envié y luego se dirige hacia mí. 

—¿Puedo ayudarte? —pregunta. No hay ni rastro de amabilidad en su voz. 

—Sí, necesito tus servicios —respondo, indicándole con un gesto que me siga. 

—Puedo enviar a uno de mis hombres contigo —sugiere con los ojos vacíos —. Yo tengo otras responsabilidades. No estoy aquí para entretenerte. 

—Me indicaron específicamente que fueras tú —repito. Algunas de las chicas que nos rodean ralentizan su trabajo para escuchar a hurtadillas nuestra conversación. 

—Para otras veces, solicita la ayuda a través del panel comunicador —Jost se vuelve para alejarse de mí. 

—No creo que necesite ayuda más veces. 

LAS TEJEDORAS DE DESTINOS de Gennifer AlbinDonde viven las historias. Descúbrelo ahora