Capítulo 4

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Repitiendo sin darme cuenta el camino que había seguido toda la mañana, acabé persiguiendo un destello pelirrojo hasta llegar a la orilla del fiordo. Anna gritaba a todo pulmón el nombre de su hermana, la cual yo sabía que nunca iba a parar de correr. Siempre me había preguntado cómo era una chica capaz de correr semejante distancia a tal velocidad si había estado encerrada unos trece años de su vida en una habitación, pero lo cierto es que allí estaba yo, siguiendo su estela guiada por un impulso.

Contemplé cómo se congelaban las aguas a una velocidad increíble cada vez que la Reina daba un paso más en su huida. Anna, que no sabía patinar, tuvo que parar porque no era capaz de perseguir su objetivo. Yo me escondí, no quería volver a toparme con ella porque mi intención era cruzar el fiordo. En el momento en el que se dio la vuelta, abrazada por ese parásito de Hans, pude ver en su cara auténtico dolor, sus lágrimas ya amenazaban con dejar sus ojos, pero no derramó ni una. Entonces, por primera vez, me pregunté qué sentía Anna justo en ese momento. Estaba realmente destruida, ahora también había sido abandonada. Literalmente. Pero también conocía su resolución y tozudez, precisamente ese sentimiento la guiaría para encontrar a su hermana.

Una vez los perdí de vista, me dispuse a correr sobre el hielo. Por fin me iba a valer de algo la insistencia de Abi para ir a patinar en el lago cuando la temperatura exterior decía a gritos que nos quedásemos en casa. Sabía que la manera más rápida de llegar a la Montaña del Norte era seguir la estela que la Reina iba dejando a su paso, así como Hansel y Gretel dejaron las miguitas de pan. No fue muy complicado pasar ese primer obstáculo, pero no había rastro de mi objetivo. Era rápida, no cabía duda. Caminé por el bosque, cuesta arriba, sin saber durante cuánto tiempo. Cada vez, la capa de nieve que cubría el suelo era un poco más gruesa e increíblemente compacta, parecía mentira que estuviese recién instalada en ese lugar. Las ramas de los árboles estaban vencidas hacia abajo, cubiertos de nieve por completo. Aquello era extremadamente hermoso.

El terreno, a pesar de que seguía inclinado, se volvió un poco más indulgente con la pendiente, por lo que se me hizo más cómodo caminar. Llegué a un claro que reconocía perfectamente. Estaba lleno de sauces llorones cuyas gotas congeladas hacía un agradable sonido al chocar unas contra otras mecidas por el viento. No estaba muy lejos. Aligeré el paso, algo dentro de mí pedía que lo hiciera. El viento traía consigo una voz que, aunque se me antojó lejana, a cada paso que daba iba aumentando el volumen. La Reina estaba cantando.

De pronto, divisé un pequeño bulto morado que contrastaba con la palidez de la nieve y me acerqué a verlo. Era la capa que ella dejó escapar deliberadamente. La recogí de allí, quizá tendría alguna oportunidad de devolvérsela si es que la quería recuperar. Cuando traspasé una pequeña gruta que había en una pared vertical, pude contemplar, por primera vez desde su huida, a la regente de Arendelle. Por otro lado, no era completamente ella, se la veía extremadamente feliz por su recién adquirida confianza. En un principio, pensé en acercarme, ese espectáculo era tan hermoso que apenas podía controlar las ganas de tocar sus creaciones, pero lo comprendí rápido. Si me acercaba y la interrumpía, jamás alcanzaría la libertad que, hasta hace unas horas, ni siquiera soñaba con tener.

Decidí esconderme en un resquicio de la gruta y, simplemente, contemplar. Ella pisó el suelo con fuerza, dispuesta a hacer el castillo. Esa era una escena que había visto mil veces al menos, y era la primera vez que me quedaba sin aliento al contemplar aquel espectáculo. Los cimientos surgieron de la nada, así como las columnas que servirían como distribución del peso y soporte de la estructura, guiados por la coreografía perfecta que su diseñadora estaba llevando a cabo. Había mentido, aquella chica sí bailaba. Su voz sonaba al compás de su creación, gritaba a los cuatro vientos que no iba a volver, que el pasado, pasado estaba. En ese momento, sólo podía escucharla y contemplar los últimos retoques que estaba haciendo a ese magnífico castillo de hielo. Yo miraba fijamente el balcón del castillo, la luz del amanecer comenzaba a bañarlo con una luz rojiza que lo hizo relucir de un color que, para mí, era imposible describir. Ella salió, sonriente, su vestido ya había sido sustituido por el de hielo. Esta vez, el poder y seguridad que desprendían eran reales porque no los reflejaba su cuerpo, sino sus ojos color zafiro que, desde mi posición, se los podía ver ardiendo de pasión. Esa sí era ella.

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