• Capítulo 7. Tareas de una Reina

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1468 palabras

Necesitó varios minutos para reponerse de la locura que acababa de hacer y atrancó su puerta y cerró las contraventanas, quedando totalmente aislada, junto con Chlotilde, de todo lo que había afuera. Su sirvienta, asustada por ver a su reina en tal estado, comenzó a preocuparse. Pero Cristina no diría nada. Se llevaría aquello a la tumba si hacía falta. La última vez que había visto a alguien rondando el palacio, le habían insinuado que estaba loca, y en aquellos momentos estaba encerrada en sus aposentos por histeria; no podía permitirse más rumores acerca de su salud mental.

Cuando se tranquilizó, no se demoró y sacó el papel doblado en el que había escrito el fragmento de carta, ignorando para quién había sido dirigida, comenzando enseguida su táctica.

Guardó la carta, cuyo contenido era lo suficientemente potente como para conseguir que la joven Dafne Brain fuese sacada del castillo, en lo más profundo de su armario, bajo montones de ropa en los que nadie se dignaría a buscar.

Ahora solo necesitaba tomarse una tila y descansar junto al fuego hasta que la segunda parte de su plan fuese llevada a cabo. Y para eso necesitaba a Cassandra.

A pesar de que su periodo ya estaba desapareciendo, el rey la había encerrado durante una semana en sus aposentos, y todavía le quedaban tres días.

-Buenas tardes, mi querida cuñada – Cassandra entró en la habitación de la reina. Cristina ya sabía que vendría a verla. La miró con nerviosismo y un poco de ansia y sonrió, cogiéndole las manos y depositando con cuidado la carta entre ellas, tan disimuladamente que cualquiera podría haber temido que las propias paredes viesen aquel sospechoso gesto.

Cassandra levantó una ceja, sin comprender muy bien y Cristina le explicó la situación, pidiéndole un gran favor.

Tres días más duró su encierro. Tres días en los que no recibió visita de Cassandra. Dedicó su tiempo a leer en Benderiano, a coser y a tocar el piano. El último día de su encierro fue una institutriz la que, acompañada de Chlotilde y un par de guardias, notificó a la reina que debía de dirigirse al salón de reuniones, donde el rey la estaba esperando.

Bloqueó su mente para que el nerviosismo no pudiese adueñarse de su cuerpo. Debía de mostrar una calma inquebrantable, la prueba de una inocencia absoluta. Caminó, seguida únicamente de los guardias, hasta que se encontró a un grupo de personas a las que prefería no tener que ver. El rey estaba encabezando la mesa, Nicholas Brain a su derecha, con un rostro furioso, Dafne junto a su padre, mirando atentamente la madera de roble que formaba la mesa, Cassandra, otro consejero del rey, James Mccarbiff y otro hombre cuyo rostro no recordaba haber visto nunca.

Saludó con tranquilidad y sin comprender qué estaba ocurriendo, hasta que el rey le hizo un gesto y se sentó a su izquierda, justo enfrente a Nicholas, el odioso primer consejero y padre de su enemiga.

Sonrió y saludó con un gesto, recibiendo lo mismo de todos los invitados.

-Nos hemos reunido aquí para tratar un tema importante – Comenzó el hombre desconocido – como casi todos los presentes ya saben, se ha encontrado una correspondencia con un contenido comprometedor – carraspeó y miró de reojo a Dafne, quien no había levantado la mirada de la mesa – Este tema no habría resultado de tanta relevancia si no fuese porque la relacionada se ha declarado ignorante e inocente de este suceso, culpando ni más ni menos a la reina de haber cometido fraude.

Cristina abrió los ojos y dirigió su mirada hacia Dafne. Recobró la compostura, pero no perdió su gesto de asombro.

-Alteza – siguió el hombre – siento mucho tener que ponerla en esta situación, pero a todos nos gustaría saber su opinión.

La batalla de la realeza IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora