• Capítulo 17. La endereza de Cristina

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2635 palabras

Supo que era hora de levantarse cuando los rayos de sol le dieron de lleno en la cara, atravesando incluso sus párpados.

-Majestad – le llamó de nuevo esa voz que pensó haber escuchado en sueños – majestad, ya es hora de levantarse.

Con resignación abrió los ojos y vio como Chlotilde se paraba delante de ella, insistiendo en que saliera de la cama.

-Ya voy – dijo quitándose las mantas de encima. Se incorporó y vio que la habitación ya estaba limpia. Se preguntó cuánto tiempo llevaba su dama personal allí.

Se dejó hacer.

Chlotilde escogió un vestido de manga larga y se lo puso, no sin antes ayudarla a ponerse la ropa interior. Le empolvó la cara y le maquilló y optó por ponerle un peinado de recogido bajo. Le echó mucha colonia.

Cristina se miró en el reflejo y se dio cuenta de que había cambiado mucho, y no solo físicamente. Se dio cuenta de que ya no le interesaba tanto vestir con lujos y joyas. Ni tampoco asistir a bailes en los que uno se podía enterar de los rumores más disparatados. Tan solo quería salir de allí y recuperar algo de la libertad que le habían arrebatado.

Bajó a desayunar y, para su alivio, le dijeron que el rey ya había desayunado y en esos momentos estaba resolviendo asuntos en su despacho. Comió uno de sus bollos favoritos y bebió rápidamente el chocolate caliente.

Sin mucha prisa se dispuso a pasear por el palacio en busca de algo que le entretuviera. Cassandra se encontró con ella, así que decidieron pasear juntas. Todo estaba en perfecto orden, así que se dedicaron a ordenar que remodelaran por completo dos de las habitaciones principales de invitados.

No quería creerlo, pero estaba esperando salir de allí e ir al encuentro de Násser. Él era su única esperanza de poder cambiar de alguna manera su vida, por no hablar de que estaba directamente relacionado con la huida de su hermana.

Solo había un asunto que le estaba molestando sobremanera: los dos armarios que tenía por vigilantes y que la seguían a todas partes.

-Chlotilde – avisó a su sirvienta una vez se hubo despedido de su amiga – he decidido ir a pasear. Prepárame el abrigo, los guantes y el sombrero.

-Sí, majestad.

-Y uno de vosotros – dijo dirigiéndose con desdén a los guardaespaldas – llamen al cochero, que traiga el faetón.

Una vez lista, se subió al carro y avisó a sus dos guardaespaldas de dónde se dirigía y que, si querían ir con ella, tendrían que ir andando. Se encargó de que Mathew no dejara ningún caballo a su disposición y el hombre hizo muy bien su trabajo. Los dos hombres intentaron ir al ritmo al que iban ellas, pero poco después, los dejaron atrás.

-Alto – Cristina ordenó parar al cochero y este obedeció enseguida.

-¿Qué ocurre alteza? - Chlotilde estaba preocupada.

-Nada – dijo bajándose – quiero que continúes hasta el pueblo. Haz lo que quieras, ve a comprar o diviértete. No vuelvas hasta por la tarde.

-Majestad, no puedo dejarla sola, si el rey se entera...

-No se enterará y ahora vete, antes de que vengan esos dos guardias – Chlotilde no estaba convencida, pero como siempre hacía, obedeció a su señora. Siguió el camino a la ciudad mientras miraba hacia atrás, hasta que perdió de vista a la reina.

Cristina se tumbó a un lado del camino y se descubrió riéndose de ella misma al recordar que antes no se habría podido ni imaginar el tumbarse en el suelo.

La batalla de la realeza IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora