46. Madrid

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Suspiré y la miré. Volvíamos a estar en Madrid. Sentí una sensación extraña. Todos los recuerdos que parecía haber guardado dentro de mi inconsciente parisino regresaron. Recordé su abrazo en aquel mismo aeropuerto el día en que me fui. Esta vez era distinto, ella seguía molesta conmigo. Durante todo el viaje no había siquiera abierto la boca, su atención se había focalizado en mirar por la ventana, ignorándome por completo.

—Me alegro de...estar de vuelta...—dejé caer como método para intentar volver a la normalidad

Blanca no dijo nada. Me miró y elevó sus ojos, irónica. Empezó a andar por los pasillos con paso firme, haciendo resonar sus tacones contra el suelo, hasta salir a la zona de equipaje. No me quedó más remedio que seguirla como un perro faldero. Asumía la culpa de su enfado. Al llegar nos encontramos con Pedro. Nos esperaba. Sonreí al verle.


— ¡Max!

— ¡Pedro! ¿Cómo estás? ¿Todo bien?

—Pedro, por favor, coja mis maletas. Maximiliano, coja usted la suya

—Por supuesto, doña Blanca...esto...siento mucho lo del señor Esteban...

—Gracias, Pedro

Fuimos a por las maletas mientras ella llegaba hasta el coche negro que esperaba fuera. Me dio la impresión de que era el de Esteban.

— ¿Qué tal por París? Tendrás mucho que contar

—Sí, pero mejor te lo cuento luego...Doña Blanca está algo...cansada...

—Pues...le espera bastante cuando llegue a las galerías...

Le miré extraño pero no dije nada. Alcanzamos el coche. Pedro no tardó en poner rumbo a las galerías. Conforme íbamos recorriendo las calles, mis recuerdos iban regresando. No sabía muy bien como sentirme.

Y por fin, Galerías Velvet. En plena Gran Vía. Vuelta a la realidad. Entramos en el callejón y Pedro desapareció por los pasillos de las galerías. Yo esperé fuera, junto a Blanca.

—Tengo que ir a casa de Esteban

—Claro...

—Tú quédate aquí, nos vemos mañana

—Blanca, espera—la cogí de la mano— ¿Quieres que te acompañe? Necesitarás ayuda con las maletas

—No hace falta...quédate aquí...descansa...

—Antes de que te vayas, yo no tuve nada que ver, de verdad...Confiaste en mí cuando te dije que no era un ladrón, cree en mí ahora también, por favor

Me analizó con la mirada y mordió su labio inferior, pensativa. Alargó su mano derecha, que sostenía una de las maletas y me la tendió. La cogí con fuerza y sonreí.

—Gracias

—Nunca me gustó esa mujer...

—A mí tampoco, me gustas más tú

—¿Cómo que exactamente?

—Como todo...eres mejor jefa, eso está claro...y como amante...mil veces me quedo contigo...

Sonrió. Empezamos a recorrer las calles de Madrid hasta llegar a la que había sido la casa de Esteban y, en parte, de Blanca. Un extraño nerviosismo se instaló en mí. Nunca había estado allí. La miré de arriba abajo, tenía una gran entrada con tres o cuatro escalones y dos columnas, una a cada lado, se intuía además que detrás había jardín. Blanca descansó su maleta en el suelo y llamó al timbre. No tardaron en abrir.

—Blanca, has vuelto

—Sí, aquí estoy

La mujer que aguardaba tras la puerta me miró y bajó su mirada a las maletas.

—¿Piensas quedarte aquí?

—Sí. Es donde tengo el resto de mis cosas.

—El cuerpo de mi hermano no está aquí, ¿lo sabes verdad?

—Sé que lo tiene la policía y sé que has pagado a la Iglesia para que lo puedan enterrar en el cementerio. También sé que mañana es la lectura del testamento, dado que no habrá funeral. ¿Me he dejado algo importante?

La mujer terminó de abrir la puerta y se apartó, dejándola entrar. Blanca se volvió y me hizo un gesto con la mano, indicándome que entrara. Obedecí.

—Maximiliano, por favor, ya que está aquí, me acompaña arriba y así me ayuda a subir las maletas.

—Claro, doña Blanca

Subimos al primer piso, recorrimos un largo pasillo y llegamos a la habitación. La habitación de Esteban. No quería asumirlo pero me sentía extraño, algo molesto quizás y algo reacio a estar allí.

—Déjalas ahí mismo...

Dejé el par de maletas en una esquina y permanecí quieto, esperando sus órdenes. En aquel momento habíamos vuelto a ser jefa y empleado, no sé muy bien por qué.

Cerró de un portazo y se acercó a mí, dándome la espalda.

—Ayúdame, baja la cremallera, ¿quieres?

Tomé el pequeño trozo de metal entre mis dedos y fui bajando, despacio, pausado, con calma, deteniéndome en cada milímetro. Me aproximé a su espalda y la besé. Fui dejando cortos besos al tiempo que bajaba la cremallera.

—Max...

—¿Qué?

—Quédate conmigo esta noche...

BlancaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora