11.Miedos

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Aquel día de noviembre pensé que todo había terminado, que mi vida volvía a la normalidad, cuando por la mañana, aún cuando ni siquiera habían salido los primeros débiles rayos de sol, vi a Inés dejar la habitación de Blanca y salir al callejón. Corrí hasta ella.

−¡Inés!

Ella se detuvo y volvió su rostro ligeramente. Me dedicó una mirada amable y una media sonrisa.

−¿Ibas a marcharte sin decirme nada?

−No me gustan las despedidas...pero ya que estás aquí...gracias por cuidar de mí...no le digas a nadie que me he marchado, por favor…

−¿Y qué pasa con José? ¿Y con la policía? ¿Y lo del robo?

−No te preocupes por eso, me las arreglaré...no quiero que tengas problemas…

Se acercó a mí y dejó un cálido beso sobre mi mejilla. No pude evitar darle un abrazo, no sé muy bien por qué lo hice, quizá porque algo en mi interior me decía que aquella despedida era como despedirme de mi pasado, de ese horrible pasado de constante incertidumbre, de esas horribles pesadillas que durante tantos años me habían perseguido en las que todo cuanto veía era oscuro y no había ni un ápice de luz en mi vida. Con aquella despedida, de un modo casi metafórico mi vida se llenaba de luz, en la que el futuro era ahora algo claro y posible.

Nos separamos y ella me sonrió. Desapareció al girar la esquina del callejón. Suspiré profundo y puse rumbo de vuelta a las Galerías. Al hacerlo vi a Blanca en la puerta, que no tardó en perderse por los pasillos. No sé de dónde había salido, ni cuánto tiempo llevaba ya en las galerías, pero ni siquiera la seguí, parecía que todas esas distracciones en las que andaba metido durante los últimos días habían alejado a Blanca de mis pensamientos.

¿Para que mentirme? ella seguía ahí, con más fuerza que nunca. Pasé por delante del taller y la observé desde fuera, como se movía con suma elegancia, como todo lo que tocaba se asemejaba al instante a su propia delicadeza, era de esas personas, que una vez las descubres, son capaces de brillar con luz propia, de rodearse de un aura especial, algo mágica, quizás.

Subí hasta el hall, donde, por el momento solo andaba Don Emilio planeando el orden del día.

−Hombre, Maximiliano, veo que hoy no se le han pegado las sábanas

−A usted tampoco, don Emilio...−forcé una sonrisa

−Yo cada día que pasa duermo menos...será la edad…

Adiviné un intento de broma en la rigidez constante de don Emilio, que no tardó en cortarse con la llegada de Blanca al vestíbulo. Se aproximó a nosotros.

−Maximiliano, ayudeme con unas telas antes de que abramos al público.

Miré a don Emilio, quien me asintió al segundo. La seguí, ninguno de los dos dijo nada. Presupuse que estaba molesta conmigo aunque no sabía muy bien por qué, yo no había hecho nada. Llegamos hasta uno de los almacenes, ella abrió la puerta y esperó para que yo entrara.

−Coja esos rulos de tela de ahí, el rojo, el verde, el púrpura y el amarillo, y después venga a por ese de tul y el azul de allá al fondo. Ah, y también necesitaré esas cajas de ahí.

−¿Alguna cosa más, doña Blanca? Ya que estamos…

−¿Perdone?−se cruzó de brazos mientras se acercaba a mí−¿Ha sido eso una oposición a mis órdenes de trabajo?

−Sí, lo ha sido−dejé las telas que sostenía sobre mis brazos y me acerqué más a ella−¿Qué le ocurre conmigo? Dígame, ¿qué he hecho yo para que esté molesta?

Espetó una sonrisa irónica. Aquello me puso aún más de los nervios. No entendía por qué actuaba así, un día era la persona más amable conmigo dentro de las galerías y al siguiente era totalmente arisca.

−Tan solo le he pedido que me ayudara con unas telas que son necesarias en el taller, cosa que entra dentro de su trabajo y es una orden a la que debe obedecer. Si no la cumple entonces acate con las consecuencias, Maximiliano. ¿Entendido?

Me tuve que morder los labios para no responderle, no podía estar aún más a malas con ella. La idea de que estuviera así porque estaba algo celosa pasó por mi cabeza, pero era una tontería, ¿cómo iba a estar ella celosa? ¿Y de quién, de Inés? Era estúpido…

−Entendido, doña Blanca

*******

Terminado el turno salí al Pausa con el resto de compañeros. Blanca salió con nosotros pero al llegar al final del callejón, no tardó en separarse y subirse al elegante coche negro que la esperaba. La vi besar a Esteban a través del cristal. Suspiré profundo y seguí al resto de empleados hasta el Pausa.

−¿Qué te ocurre últimamente Max? Te noto como apagado…

−No lo sé ni yo Pedro−intenté parecer simpático aunque en el fondo no tenía ningunas ganas de hablar

−Esa mujer que te ronda por la cabeza, porque siempre es una mujer…¿es la chica esa que…?

−¿Quién? ¿Inés?

−Esa misma

−No

−Se ha rumoreado mucho acerca de vosotros...las chicas andaban bastante revueltas, ya sabes...ellas te encuentran atractivo…

−¿Ah sí?

−¡Pues claro! Al resto ya nos tienen muy vistos...hasta oí decir que doña Blanca te miraba con ciertos ojillos con los que no mira al resto

Pedro empezó a reír. No pude evitar una media sonrisa ante aquella ocurrencia.

−¿Ni siquiera a Esteban?

−A ese no sé cómo le mira

Reímos a carcajadas. Estaba claro que no era el único al que Esteban no le gustaba especialmente. Nos acercamos a la barra y pedimos un par de cervezas, a las que progresivamente se fueron sumando otro par y otro par después de ese.

En las horas que estuvimos allí, no sé exactamente cuántas, no dejé de sentirme algo observado. Era una sensación extraña, como si alguien entre las sombras me estuviera espiando, alguien que no apartaba la mirada de mi ni un segundo. Más de un par de veces me giré, observando todo el Pausa, como si buscara a alguien pero no noté nada raro, la misma gente de siempre, el mismo ambiente, las mismas bebidas...todo como siempre.

−Creo que es algo tarde...deberíamos volver...o doña Blanca…¡eh no! ¡Qué no está doña Blanca!−articuló Pedro como pudo mientras escapaba de él una risa irónica

−Has bebido demasiado, anda volvamos

Le acompañé hasta el callejón, donde otro de mis compañeros le ayudó a entrar. Yo esperé allí fuera, completamente solo unos minutos. Necesitaba un cigarrillo. Pensé en Blanca, ahora estaría entre los brazos de Esteban. Me apoyé en la pared. Reinaba un silencio sepulcral que se rompió al caer al suelo uno de los cubos de metal que adornaban el callejón.

−¿Quién está ahí?

No hubo respuesta. Todo estaba en penumbra y la poca luz que iluminaba el callejón procedía de una farola que no dejaba de parpadear. Me acerqué, cauteloso, al cubo y lo recogí. Justo en ese instante sentí a alguien abalanzarse sobre mí. Aquel desconocido era más alto y más fuerte que yo, apenas podía moverme entre sus brazos. Una de sus grandes manos me cubrió los labios. Lo reconozco, sentí miedo.

−No te muevas, no hables a menos que yo te lo diga y, lo más importante, no grites, porque si gritas, entonces tendrás problemas, más de los que ya tienes. ¿Lo has entendido, verdad?

Asentí como pude. Su mano en mi boca y sus brazos alrededor de mi cuerpo me limitaban los movimientos. La voz de aquel tipo sonaba rasgada y oscura, como si todos los bares de Madrid hubiesen pasado ya por su garganta. Cerré los ojos con fuerza.

BlancaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora