Mi espalda está erguida, mis manos están acomodadas sobre mi regazo y mi barbilla está alzada con seguridad; sin embargo, todo en mi interior es una revolución.
Mi corazón late con fuerza contra mis costillas, mi mandíbula está apretada con intensidad, mis dedos se sienten helados debido a la adrenalina que invade mi torrente sanguíneo y un nudo se ha instalado en la boca de mi estómago debido al nerviosismo y la ansiedad que han comenzado a invadirme.
«¡Estúpida, estúpida, mil veces estúpida!...» Grito para mis adentros, al tiempo que trato de mantener mi expresión serena.
Mi vista está fija en el hombre de aspecto salvaje que camina de un lado a otro por todo el espacio y, a pesar de que tengo unas ganas inmensas de salir corriendo, me quedo aquí, quieta, con gesto impasible y postura relajada.
Viste un traje que bien podría valer lo mismo que la matrícula de tres semestres en la universidad en la que estudio. Su cabello castaño —corto de los costados y un poco más largo de la parte superior— está tan alborotado, que puedo imaginarlo pasando las manos por él una y otra vez en un gesto nervioso; su ceño —profundo, fuerte y duro— está fruncido con enojo y coraje, y no puedo evitar comparar su postura y su gesto con el de un león enjaulado.
El hombre luce como si estuviese a punto de estallar. Como si de su boca estuviesen a punto de salir un millar de maldiciones y palabrotas.
—¿Nunca le enseñaron a tocar la maldita puerta? —escupe, finalmente, y un escalofrío me recorre entera. El acento que utiliza al hablar me hace saber, de inmediato, que lidio con un extranjero. El sonido cadencioso y atrayente de sus palabras me hace darme cuenta de que proviene de algún lugar de España.
Mis entrañas se retuercen debido a la ansiedad, pero me obligo a no apartar la mirada. No debo lucir amedrentada. No soy una cobarde.
Alzo el mentón un poco más.
—En realidad si llamé —me defiendo. Mi tono es neutro. Tranquilo. Controlado.
Se detiene en seco.
Toda su atención se posa en mí y su mandíbula angulosa —y perfectamente afeitada— se tensa en respuesta. En el proceso, un músculo se le marca en el área y hace que sus facciones luzcan más hoscas de lo que en realidad son. No hay que ser un genio para notar que mi comentario no ha hecho más que enfurecerlo un poco más.
Otro escalofrío me recorre la espalda en el momento en el que sus impresionantes ojos se clavan en los míos. No son azules, grises o verdes. Son castaños, pero de una tonalidad tan clara, que casi asemeja al tono que tiene la miel. Muy a mi pesar, debo admitir que, a pesar de que no son muy diferentes del color marrón que tenemos el ochenta por ciento de la población mundial, son impresionantes. No puedo dejar de pensar en el hecho de que el color claro de su piel los hace resaltar. Tampoco puedo dejar de pensar en que es mucho más joven de lo que esperaba. No le calculo más de treinta años.
«Ya veo porqué su secretaria está completamente sobre él...» Comento para mis adentros y, en el proceso, reprimo una sonrisa.
En ese momento, mi mente evoca la primera imagen que tuve del hombre que se encuentra frente a mí, y casi me echo a reír.
Encontrar a Gael Avallone, uno de los hombres más ricos del mundo —según el Forbes [1]—, con las piernas de su secretaria enredadas alrededor de sus caderas y los pantalones enroscados en los muslos, fue algo bastante... perturbador.
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MAGNATE © ¡A la venta en Amazon!
RomanceEN FÍSICO Y DIGITAL A TRAVÉS DE AMAZON. • Esta historia está disponible como audiolibro en Audible Español. "Un hombre puede ser feliz con cualquier mujer mientras que no la ame." -Oscar Wilde.