Capítulo 40

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Una melodía suave se cuela en la bruma de mi sueño. Un gruñido profundo le sigue y lo corona una maldición adormilada.

Yo, en respuesta, me acurruco un poco más en el mar suave y sedoso en el que me encuentro envuelta; sin embargo, no consigo sumergirme una vez más en la inconsciencia. Al contrario, mi mente parece flotar otro poco hacia la superficie con cada uno de mis movimientos.

Algo se remueve a mi lado, y un quejido se me escapa cuando el cómodo nido en el que me encontraba es destruido por el frío que empieza a colarse en mi espalda, y trato, desesperadamente, de volver a mi estado de comodidad sin conseguirlo. Sin siquiera poder hacer nada para impedir que la conciencia tome terreno en mi cerebro.

Acto seguido, la melodía desaparece y la actividad junto a mí, regresa. Esta vez, es más impetuosa que antes. Más firme. Más segura...

Es hasta ese momento, que soy consciente de mí misma por completo. Es hasta ese momento, que soy capaz de distinguir que, lo que está envolviéndose alrededor de mi cintura y tira de mí hacia atrás, es un brazo cálido y fuerte.

Mi espalda choca con algo cálido, firme y blando al mismo tiempo. Otro sonido quejumbroso se me escapa en ese momento, pero la única respuesta que tengo a mi protesta, es un gruñido ronco y profundo que retumba en todo mi cuerpo.

Me remuevo con incomodidad otro poco, de modo que termino amoldándome a la superficie que se encuentra detrás de mí y, mientras lo hago, el brazo que me envuelve se desliza fuera de mi cintura. Acto seguido, una mano grande se ancla en mi cadera para impedir que siga moviéndome.

Otro sonido quejumbroso se escapa de mis labios y, en respuesta, los dedos que se han anclado en mi piel, se afianzan con más fuerza que antes.

—No tientes a tu suerte, Herrán —la voz ronca, profunda, pastosa y familiar que resuena en mis oídos, hace que mi corazón se estruje con violencia.

Sé, mucho antes de abrir los ojos, de quién se trata. Sé, desde el instante en el que siento su respiración golpeándome la oreja, que se trata de él...

Estoy despierta ahora. Muy despierta.

Mis párpados se sienten pesados y cansados, pero eso no impide que mire en la penumbra de la habitación en la que me encuentro y que las piezas empiecen a embonarse poco a poco.

Recuerdos salvajes y abrumadores se acumulan en mi cabeza en el instante en el que empiezo a revivir lo ocurrido la noche anterior, y siento como mi cuerpo entero se calienta en respuesta a las emociones vertiginosas que me hormiguean debajo de la piel. Siento como el bochorno y la euforia se mezclan en mi interior para abrirle paso a una emoción agradable, dulce y extraña al mismo tiempo. Una que envía pequeños escalofríos por toda mi espina y dibuja una sonrisa idiota en mis labios.

Mi cuerpo gira sobre su eje solo para encarar a la persona que se encuentra recostada detrás de mí y mi estómago da una voltereta cuando me topo de frente con la imagen desaliñada y adormilada del rostro de Gael.

A pesar de la poca iluminación que hay en la estancia, soy capaz de tener un vistazo de su cara. Soy capaz de mirar el desastre que es su cabello, la hinchazón de sus ojos y la sonrisa infantil y suave que lleva en los labios.

—Debería ser un delito despertar a la gente a esta hora de la madrugada —bromeo, con la voz enronquecida por la falta de uso, y su sonrisa se ensancha permitiéndome tener un vistazo de sus bonitos dientes.

—Son las seis de la mañana —dice—. No es tan temprano. A esta hora siempre me levanto para alcanzar a llegar a tiempo a la oficina.

—Pero es que tú no eres un empresario normal —suelto, medio escandalizada, medio risueña—. Eres un obseso del trabajo. Por eso te torturas de esa manera. Otro en tu lugar, se quedaría en la cama hasta que se le antojara hacerlo.

MAGNATE © ¡A la venta en Amazon!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora