Capítulo Doce

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Harding se despertó temprano la mañana siguiente. Si es que se le puede llamar despertar al hecho de salir de la cama sin haber dormido nada.

Toda la noche se la había pasado dando vueltas de un lado para otro por culpa de las imágenes que, una tras otra, habían aparecido en su mente acosándolo, haciendo que no pudiera pegar ojo, atormentándolo sin descanso.

Primero habían sido las de Lirio. Dándole chocolates a escondidas para que la jefa de cocina no se diera cuenta de que los había robado, enseñándolo a leer, cantándole por las noches hasta que sus pesadillas sobre su antiguo amo quedaban en el olvido, dándole consejos de cómo conquistar a la hija de la ama de llaves, riéndose de él mientras observaba desde la ventana cómo ésta le abofeteaba cuando intentó besarla, dándole el collar que aún colgaba de su cuello (una cadena en la que él colgó posteriormente un fino anillo de plata de su madre y en la que Lirio había gastado todos sus ahorros) y que le había entregado entre lágrimas el día en que partió a la guerra.

Al rememorarlos estos entrañables recuerdos provocaban que la boca se le curvara en un amago de sonrisa.

Pero era justo entonces cuando otros pensamientos desgarradores solapaban a estos felices; los que evocaban su rostro aquel día, tanto la mirada de terror como la sonrisa de ella mientras caía desde el balcón del segundo piso por el que se había arrojado, presa de la desesperación y el tormento, el día en que al fin él había regresado de la guerra.

Tanto había llorando por ello que ya ni si quiera sentía tristeza cuando lo rememoraba. Hacía mucho tiempo que las lágrimas se le habían acabado y que había llenado el vacío de su corazón con ira. Una ira inmensa, incontrolable que le exigía vengarse de ese hombre, aquel que le había arrebatado a su hermana. El que le había hecho tanto daño.

Sólo de pensar en ello le hervía la sangre.

Una parte de él deseaba seguir con su plan y hacerle pasar por todo lo que él había tenido que pasar; aquel dolor en su corazón, ese resentimiento contra sí mismo por no haber podido hacer nada, esas pesadillas que le levantaban exaltado todas las noches con los gritos de su hermana aún resonando en sus oídos.

Pero entonces una imagen de Cristal sonriéndole tímidamente y mirándolo con dulzura con aquellos inocentes ojos claros aparecía en su mente y lo tiraba todo por el suelo.

Se odiaba a sí mismo por ser tan débil, por no haber podido ni proteger a su hermana en vida ni vengarla de muerta. Sólo Dios sabía cuánto la había amado y aún la amaba. Pero aún así no podía hacerlo, no si esto implicaba el sacrificio de alguien tan bueno como Cristal lo era.

Así que a media mañana sacó todas sus maletas del armario y las llenó con su ropa.

Debía irse de allí lo antes posible o de lo contrario podría llegar a hacer algo de lo que se arrepentiría eternamente.

Y sólo unos pantalones le faltaban para acabar de recoger su equipaje cuando una risa proveniente del jardín lo detuvo de golpe e hizo que se acercara a la ventana.

Casi sonrió cuando vio a la causa de sus tormentos sentada tranquilamente en el jardín haciendo coronas de flores, como la que adornaba su cabeza, mientras le hablaba sin parar a una niña que estaba en su regazo completamente dormida, hecho que ella, aparentemente, ignoraba.

Harding, al mirarla, sintió de nuevo aquello en su pecho. Esa emoción que no entendía y por ello despreciaba y le aterrorizaba.

Angustiado suspiró. Sí, definitivamente su momento de partir había llegado.

Al fin y al cabo, que no fuera capaz de hacerle daño no quería decir, a pesar de que le divirtieran sus conversaciones y que le agradara su presencia, que pudiera acercarse a ella de otro modo.

Lady Habladora Adams (Saga héroes de guerra 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora