Capítulo 4. La Madriguera

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Harry solía adorar sus veranos en la Madriguera, pero ese año apenas pudo pisar la casa. Pasó allí las primeras noches, en la habitación de Ron, pero sus pesadillas le hacían gritar y despertar a sus amigos, y sentía que estaba molestando a todo el mundo. Además, necesitaba estar solo.

Por eso, Harry llevaba todo el verano viviendo con Fleur y Bill.

Allí podía fingir que era invisible. Hacer Muffliato en su dormitorio para que nadie le oyera gritar, pasear a solas por la playa, practicar los hechizos no verbales que no había llegado a dominar en su anterior curso en Hogwarts, y olvidarse de que todo el mundo lo idolatraba, de que era famoso. Ron y Hermione quedaban con él de vez en cuando. Jugaban al ajedrez mágico, paseaban juntos... y Harry trataba de sonreír y disfrutar de su compañía. Pero sus amigos, ahora que estaban saliendo, querían pasar tiempo a solas, así que no solía verlos más que una o dos veces por semana.

Dos días después del juicio de los Malfoy, Bill y Fleur le comunicaron que iban a hacer un viaje de luna de miel. Aunque le aseguraron que podía quedarse en la casa si quería, Harry asumió que era hora de volver a la Madriguera.

Lo cual significaba que tendría que enfrentarse a un problema que llevaba meses tratando de apartar su mente: Ginny.

Sí, Harry y Ginny habían estado juntos. Y sí, tras matar a Voldemort, Harry se había dicho a sí mismo que hablaría con la chica. Pero no tenía ni idea de cómo enfrentarse a ella.

Durante las noches que había pasado en la Madriguera, Ginny le había oído gritar. Había tratado de acercarse a él para consolarlo la primera mañana, y la segunda, pero sus palabras no habían tenido ningún efecto en él, y la chica había dejado de intentarlo, limitándose a mirar a Harry con cara de preocupación mientras desayunaban. Desde entonces, Harry había evitado quedarse a solas con ella.

Mirando atrás una última vez, observando la casita, la playa y la tumba de Dobby, Harry agarró su baúl y se desapareció.

Cuando recobró el equilibro, estaba a tan solo unos metros de la Madriguera. Haciendo acopio de todo su valor, avanzó y levantó la mano para llamar a la puerta. Sin embargo, ésta se abrió antes de que pudiera tocarla, y de repente se encontraba entre los brazos de Molly, el baúl escurriéndose de su mano y golpeando el suelo.

-¡Harry, querido, qué bien que hayas venido! Bill me avisó de que volverías hoy. ¿Cómo estás? Pasa, hijo. Acabo de sacar del horno un bizcocho de plátano y pasas. Sírvete una ración.

Harry sonrió. La calidez con que Molly le trataba siempre le hacía sentir un poco mejor. Dejó su baúl en la entrada y se sentó en la mesa de la cocina.

-George se ha mudado hace unos días a un apartamento al lado de su tienda. Puedes quedarte en su habitación para tener un poco de privacidad, si quieres. He puesto sábanas limpias.

La voz de la mujer sonó alegre, pero de una manera casi forzada. Harry la comprendía perfectamente. 

-Sí, vale – contestó. Se sentía aliviado ante la perspectiva de no tener que compartir cuarto con nadie. 

Se arrepintió de su decisión en cuanto atravesó la puerta del dormitorio. Las paredes estaban llenas de fotos y pósteres, y las estanterías rebosaban cajas con etiquetas y tarros con contenidos extraños. Y había dos camas.

"Me extraña que George tardase tanto tiempo en irse de aquí," pensó. ¿Cómo podía soportar dormir sabiendo que la cama de Fred estaba vacía?

-¡Harry!

Se giró justo a tiempo de atrapar a Hermione entre sus brazos. Ron estaba detrás de ella, sonriendo.

-¡Te echábamos tanto de menos! Qué bien que hayas venido – dijo ella, soltándolo tras unos segundos. Ron se acercó y le dio la mano a la chica.

Harry Potter y las Cicatrices InvisiblesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora