De los cuatro hijos que vivían con doña Ángela, yo solo conocía a dos al Tordo, que era el mayor, y a Chico, el menor. Los otros dos trabajaban los fines de semana haciendo changas y por esa época se fueron a vivir a Corrientes.
El marido de doña Ángela se llamaba Cátulo y era santiagueño, pero se había ido cuando los hijos eran chicos. Ella contaba que su marido nunca se había acostumbrado al agua y que en la gran crecida del año '37 se había vuelto a Santiago sin decirle una palabra, como si la culpa de la inundación la hubiera tenido ella. Después había empezado a mandarle unas postales escuetas cada dos o tres meses que se fueron espaciando hasta que solo llegaba una en carnaval.
-Escribe de puro mamerto, nomás – decía ella.
Un año después de que Carmen y Marito se mudaron a vivir con su abuela, el abuelo Cátulo vino de visita. Fue un gran acontecimiento que me perdí porque coincidió con las vacaciones de invierno y yo estaba en un campo en Sierra de la Ventana, pero Carmen me contó todos los detalles a mi vuelta.
El abuelo no hablaba mucho, dijo ella, casi ni los había saludado, aunque les había traído unas nueces confitadas deliciosas y un disco de zambas santiagueñas que mamá grabó en un casete para que pudieran escucharlo en el grabador que nosotros llevábamos los fines de semana. Doña Ángela dijo que el regalo era una maldad, que el abuelo sabía perfectamente que ella no tenía tocadiscos, y Carmen me contó que los oyó discutir los tres primeros días porque el abuelo decía que cómo iba a saber él que en todos esos años no habían comprado un tocadiscos la abuela se quedaba callada y después volvía a la carga con que él sabía perfectamente que en la isla no había luz y que para qué iba a comprar ella un tocadiscos si no había luz. Carmen me contó también que sus abuelos se habían pasado los días enteros sentados en unas sillas de mimbre detrás de la casa mirando hacia el terreno del fondo.
El no quiere ver el río porque le echa la culpa de su soledad- decía doña Ángela en ese primer tiempo después de la visita.
Y se reía de lo distintas que son las personas, porque el río era, para ella, una gran compañía.
Con eso que tiene de pasar y pasar y estar siempre moviéndose, les quita importancia a las cosas –decía.
Y bastaba con verla sentada en el muelle, horas de horas, con la mirada perdida y las manos sobre el regazo, para saber que era cierto.
Creo que a los chicos les habría gustado que su abuelo se quedara. Tenía ojos grises, dijo Marito, y las manos muy arrugadas, y tocaba el cajón peruano.
Marito se enamoró del cajón peruano. Ese invierno se montaba a caballito en cualquier tocón y lo golpeaba entre las piernas abiertas moviéndose como si realmente lo hiciera sonar. Años después volvió de Santiago con un cajón peruano de verdad que le habían regalado y andaba con él por todos lados.
En esas dos semanas con el abuelo Cátulo, doña Angela había tomado vino y cerveza, y los chicos la habían escuchado reírse en la oscuridad cuando creía que todos dormían.
Cuando yo la vi después de las vacaciones, estaba muy cambiada. Ella que era siempre tan silenciosa, se había vuelto conversadora y se le iluminaba la mirada a cada rato como si estuviera pensando cosas lindas. Se le dio por plantar malvones en unas latas viejas y hasta le pidió a mamá un gajo de azalea para ver sí podía hermosear un poco su jardín, como dijo.
Después se fue quedando callada y unos meses mas tarde ya no habló más y volvió a sentarse en el muelle a ver pasar el río.
Papá decía que doña Angela tenía el mal del sauce. Alguna vez, ya de grande, me dijeron que así le llaman a esa inercia de la que acusan a los isleños, que no los deja trabajar ni terminar las cosas y que les viene de tanto mirar el río. Para mí es otra cosa. El río fue siempre mi casa, la casa de Marito, mi lugar en el mundo. El mal del sauce, para mí es un mal de amor.
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Piedra, papel o tijera
Teen FictionAlma va todos los fines de semana, con sus padres, a su casa en el Tigre. Allí conoce a Carmen y a Marito, dos hermanos que viven con su abuela, en una casa sencilla. Las aventuras por el Delta, el despertar del amor y el fin de la inocencia los une...