El viernes siguiente a la pelea, cuando llegué a la isla, Carmen me esperaba en el muelle.
- Mi tío se fue a Santiago el lunes – me dijo sin darme tiempo ni siquiera de entrar mi bolso a la casa.
Doña Ángela tenía dos hijos en Santiago: Silvio y Angélico. Angélico criaba chanchos y cada tanto mandaba tanta cantidad de chorizos que doña Ángela tenía que darle algunos a Virulana para que se los vendiera con la lancha. Angélico los hacía con un grupo de amigos de distintas provincias – todos parranderos y borrachos, según doña Ángela- que lo iban a visitar una o dos veces por año y se instalan varios días en su casa hasta que terminan de hacer todos los chorizos y morcillas que había que hacer. El problema, me había contado Carmen, era que la pasaban tan bien que cuando se les terminaban los chanchos salían a buscar otros por ahí y más de una vez terminaban presos o en el hospital por las peleas con los vecinos. El Tordo hacía un par de viajes en el año para visitar a sus hermanos, pero esta vez no había dicho ni una palabra acerca de estar planeando un viaje a Santiago. Según Carmen, la repentina decisión de viajar era muy sospechosa.
Me había pasado el brazo sobre los hombros y ahora bajó la voz.
-¿Sabés que nadie vio pasar a la húngara de vuelta a la ciudad?
Ayudé a entrar las cosas y nos internamos en el cañaveral. El aire ahí adentro estaba frió y olía a humedad.
- Es muy difícil lograr el crimen perfecto – dijo Carmen -. Tenemos que investigar.
La naturalidad con que Carmen parecía asumir que su tío era capaz de matar a alguien nunca me llamó la atención; nuestra única tarea pasó a ser investigar lo que había pasado y me entregué una vez más a sus órdenes.
Era tarde para ir a lo de la húngara ese mismo día, así que decidimos ir al día siguiente, pero, mientras esperábamos la hora de la cena, nos sentamos en el bote y nos dedicamos a imaginar la muerte de la húngara.
Carmen la imaginó estrangulada.
- El brazo le cuelga para afuera de la cama con la mano abierta; los dedos ya se le estaban poniendo azules. Él ni siquiera le cerró los ojos antes de irse – dijo con la voz monocorde de las adivinas - . Algún día, en Santiago, se va a dar cuenta de lo que hizo y se va a emborrachar.
Carmen pensaba que las personas grandes tomaban alcohol para evitar las tristezas y decía que ella, cuando estuviese triste, no iba a tomar porque quería llegar alguna vez al fondo de la tristeza. Oyéndola, esa tristeza parecía un lugar real, como el fondo de un arroyo que salía del Desaguadero adonde siempre tratábamos de llegar pero nunca podíamos.
Seguramente influenciada por mi pesadilla, yo imaginé a la húngara acuchillada. Imaginarla muerta me hacía sentir un vació en el estómago. Nos excitaba hablar de la muerte, pero de una cosa estábamos las dos segura: el Tordo se iba a arrepentir.
No conté nada de todo esto en casa. Tenía la impresión de que mamá era capaz de darse cuenta de todo lo que yo trataba de ocultarle, así que, antes de que sospechara algo, dije que me dolía el estómago y me fui a la cama sin comer. Si el Tordo había matado realmente a la húngara, mamá era muy capaz de llamar a la policía ella misma. En mi cama, antes de dormirme, traté de imaginar si sería capaz de mentirle a la policía. No era buena mintiendo. "A explicación no pedida, acusación manifiesta", decía mamá. Yo daba demasiadas explicaciones cuando estaba tratando de ocultar algo y siempre me descubrían, así que optaba por decir la verdad casi siempre.
Durante toda esa tarde unas nubes gordas de tormenta se habían juntado en el cielo y al día siguiente, a la hora de nuestra excursión a lo de la húngara, la lluvia era inminente. Apenas la casa se vislumbró entre los árboles, sentí que estaba viviendo la misma experiencia por segunda vez. La imagen de los besos sobre los libros había sido reemplazada por una mucho más brutal. El cuerpo blanco de la húngara, su llanto, se habían vuelto una especie de obsesión para mí y ahora, mientras el bote entraba en el canal, lo que había visto se me mezclaba con la sensación de la muerte y todo me parecía una misma cosa.
Cuando desembarcamos en el jardín de la húngara, el día se oscureció de golpe, un viento helado movió las copas de los árboles. Los verdes del jardín se habían vuelto sobrenaturales y las flores blancas del jazmín del país brillaban contra el cielo plomizo como si tuviera luz propia.
Carmen tenía las llaves de la casa y entramos por la puerta de la cocina. Afuera, el viento seguía soplando y una ventana o un postigo se golpeaba en alguna parte de la casa. Un trueno nos hizo saltar de susto y la casa se llenó de olor a tierra. La lluvia fuerte se largó de golpe con un ruido ensordecedor.
La cama de la húngara estaba deshecha y sobre las sábanas revueltas había pinocha que el viento habría traído volando por la ventana abierta. La puerta del ropero estaba entornada y un vestido de flores rosadas se había caído sobre los zapatos y sobresalía hacia el piso de la habitación.
Carmen cerró la ventana, miró bajo la cama, sacó las sábanas y las puso sobre unas sillas.
-No hay rastros de sangre- dijo y colgó el vestido.
Recorrimos la casa. En el living, el florerito frente al retrato se había volcado y el agua y las flores estaban desparramadas sobre el charco.
- Esto es de recién – dijo Carmen.
Iba arreglando todo como seguramente hacía cada vez que iba a esa casa durante la semana y yo la seguía, atenta a cualquier ruido y sintiéndome un poco inútil. El padre de la húngara parado entre las palomas con un sobretodo colgado del brazo, tenía cejas espesas y el pelo muy corto. La cabeza un poco echada hacia atrás y su boca demasiado chiquita para el tamaño de su mandíbula me convencieron de que era un hombre lleno de desprecio hacia el mundo, hasta cruel. La madre de la húngara con su peinado de los años cuarenta, su sombrero ladeado y sus ojos juntos, tenía un aire de ratita perseguida. Se lo dije a Carmen.
- Las apariencias engañan – dijo ella.
De espaldas al retrato sentía que nos miraban. Un golpe en el techo hizo que apretara con fuerza el brazo de Carmen.
- Se debe de haber caído una rama – dijo ella.
Sonaba tranquila, pero agarró de la mano y recorrimos el resto de la casa así, muy juntas, y con las manos agarradas. En el cuartito del motor, Carmen me soltó y se llevó el dedo a los labios. Yo solté un gemido muy cortito. Ella me miró, pero no dijo nada. Volvió a agarrarme de la mano. Creo que en otra situación me habría pedido que la esperara en el bote. No tenía mucha paciencia con mi cobardía.
La tormenta estaba parando cuando recorrimos la parte de abajo de la casa, un lugar oscuro debajo del porche donde encontramos un balde sin manija y algunas botellas vacías. Carmen me había hecho dejar las zapatillas bajo techo y el barro frío se me metía entre los dedos. Las gotas sonaban en los charcos, en las hojas, en las maderas sobre nuestras cabezas. El mundo había empezado a secarse y nosotros buscábamos las pistas de un crimen. No sé que esperábamos encontrar – era Carmen la que supuestamente sabía lo que estábamos haciendo -, pero un rato después decidió que nos fuéramos a la cocina a tomarnos unos mates.
- Para planear nuestros próximos pasos – dijo.
La carta estaba sobre la mesada de la cocina, bajo el tarro de azúcar.
Estaba escrita con una lapicera de tinta negra y tenía abrochado por el reverso varios billetes. Era para Carmen.
Carmencita: te dejo pago lo del mes que viene. Cerrá bien la casa y no te olvides de renovar las flores todas las semanas, yo no voy a venir por un tiempo pero confío en que mantendrás la casa tan bien como hasta ahora. Cariños, la firma de la húngara era ilegible, en parte por la letra y en parte porque estaba escrita con lo que parecía la última gota de tinta.
Carmen la examinó con atención.
- Muy sospechosa – dijo -, nunca antes me había dicho nada de mi trabajo.
- ¿Y? ¿Eso que tiene de sospechoso?
- La gente no se vuelve así de generosa así de repente.
A mi la carta me parecía normal y habría dejado de pensar cosas raras si no hubiera sido por la insistencia de Carmen.
-Esta carta puede haberla escrito mi tío perfectamente – dijo cuando remábamosde vuelta en el bote.
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Piedra, papel o tijera
Teen FictionAlma va todos los fines de semana, con sus padres, a su casa en el Tigre. Allí conoce a Carmen y a Marito, dos hermanos que viven con su abuela, en una casa sencilla. Las aventuras por el Delta, el despertar del amor y el fin de la inocencia los une...