Capítulo 17

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Los días después de mi cumpleaños fueron horribles. Ni siquiera los comentarios de mis compañeras de colegio sobre mi cumpleaños distraerme del desprecio que sentía por mí misma. Tenía charlas imaginarias co mi amiga en las que le pedía perdón y ella terminaba abrazándome, pero sabía que nada iba a volver a ser como había sido y a la mañana, cuando me despertaba, la escena en el muelle se me venía encima como una pesadilla de la que no iba a poder despertarme nunca más en la vida. En el colegio, las cosas fueron volviendo a la normalidad y para el viernes, cuando todas empezaron a hablar de sus planes para el fin de semana, yo me sentía otra vez ajena al grupo, como si mi cumpleaños hubiera sido un paréntesis que me había dejado más sola que nunca.

El sábado, cuando llegué a la isla, Carmen no estaba y doña Ángel me dijo que había avisado que se quedaría en lo de Emil todo el fin de semana. Sin ella y sin Marito, el día se me hizo eterno y desolado. Las cosas empeoraron cuando el domingo, a eso de las diez, la lancha de Virulana atracó en el muelle de doña Ángela y todos, Bartolo incluido, se subieron para irse de paseo. Me paré contra la baranda para saludarlos, pero Lucio fue el único que me hizo adiós con la manito. La figura de doña Ángela, enorme y tranquila, alejándose río abajo en la popa de la lancha, me llenó de tristeza, como si me estuviera dando la espalda a propósito y me dijera así que yo ya no existía para ellos. Me quedé mirándolos hasta que desaparecieron detrás de la curva hacia el Desaguadero.

Me senté a mirar los remolinos que forma el río contra los pilotes del muelle, las nubes de limo que se arman y se desarman en el agua. El río estaba alto y limpio, y era uno de esos días brillantes, tan perfectos que mi desazón no encontraba un lugar donde refugiarse. A media mañana, mis padres me invitaron a dar una vuelta en lancha. No quise ir. Me pasé la mañana sentada en los escalones, la garganta me dolía de ganas de llorar. Tenía la sensación de que todo lo que me había importado hasta ese momento había desaparecido para siempre.

Después del almuerzo, cuando mis padres se fueron a dormir, crucé a lo de doña Ángela. No tenía demasiado claro qué era lo que quería hacer, pero de pronto estaba dentro de la casa silenciosa, sentad en el blanco junto a la cocina de leña. El hierro de la cocina irradiaba calor y motas de polvo flotaban en la luz que entraba por la ventanita. Ahí, por primera vez en el día, pude llorar.

La idea de subir al entrepiso del lado donde estaba el cuarto de Marito fue tan repentina que me sobresaltó. Yo nunca había estado en esa parte de la casa. Desde el espacio de enfrente, donde jugábamos, solo se veían unas cortinas de junco y Carmen me había dicho que el Tordo le tenía prohibido que fuéramos, pero yo sabía que Marito tenía su cama ahí y ahora lo único que quería era conocer su cuarto y buscarlo a él en sus cosas.

No es que yo me hubiese hecho una idea previa o que estuviese esperando algo concreto, pero no estaba preparada para encontrarme con lo que me encontré. La luz que entraba por una ventana chica iluminaba libros y más libros: contra las paredes, en el medio del espacio, en pequeños montones, en algunos sectores llegaban casi hasta el techo; parecían ocuparlos todo. Alguien había armado pilas de ladrillotes cruzadas por tablas de madera y chapas y en los estantes de esa biblioteca improvisada se amontonaban los libros. En algunas partes las chapas se doblaban hacia abajo por el peso y los libros estaban ladeados o apilados. Tardé en darme cuenta de que en algunos sectores de esta biblioteca formaban las paredes que dividían el espacio en tres cuartos muy chicos, de no más de dos metros por dos. a la entrada de cada cuarto había una cortina de juncos que colgaba del techo.

Me asomé a uno de los cuartos. Una pintura ocupaba casi toda la pared de enfrente, la única que no estaba formada por libros porque correspondía a la pared externa de la casa. La pintura era de una mujer desnuda, recostada hacia atrás con las piernas abiertas. Su sexo, pintado de rojos y naranjas, parecía iluminado desde adentro. No tardé en reconocer a la húngara, con el pelo suelto y la mirada que le había visto a través de la ventana cuando hacía el amor con el Tordo. Estaba recostada en unos almohadones de flores y todo a su alrededor crecían plantas. Entre las hojas había peces y pájaros, y ella sostenía en una mano un libro con tapas azules, el dedo índice entre las hojas como si estuviera por retomar la lectura. Solté la cortina de golpe. Lo que yo estaba haciendo ahí estaba mal. Imaginé la furia del Tordo si me encontraba espiando su cuarto y sentí el impulso de salir corriendo. Pero mi curiosidad fue más fuerte que mi miedo. Presté atención a los ruidos de afuera. Salvo las chicharras de la siesta, no se oía nada –ni un motor, ni una voz-, nada que pudiera significar que ellos estaban cerca. Lamenté que Bartolo también se hubiera ido. Iba a tener que estar muy atenta.

En el próximo cuarto la biblioteca forma dos de las tres paredes y hacia ángulo con las otras dos que pertenecían a la esquina de la casa. Contra esas dos paredes, en el rincón, había un colchón en el piso cubierto por una colcha de telar con flores de colores alegres. A un costado de la cama otro pilón de libros formaba una mesa de luz. Clavados a la única pared de material había una infinidad de fotos, recortes de revistas y papeles con cosas escritas. Me acosté en la cama y hundí mi cara en la almohada buscando el olor de Marito. Mi corazón parecía a punto de explotar.

No sé cuánto tiempo estuve ahí, con la cara en la almohada y el oído atento a los ruidos de afuera. No sé qué pensaba antes de darme vuelta y sentarme en la cama, antes de prestarles atención a las paredes y los libros. Solo sé que me sentía feliz y aterrada a la vez, y que por un rato me olvidé de todo lo que había pasado. En la pared había una foto de Marito con su guardapolvo y sus cuadernos atados con un cinturón, otras con unos hombres que, por el parecido con el Tordo y con Chico, debían de ser sus tíos; fotos en un paisaje muy distinto al de la isla, seco y achaparrado y lleno de árboles de ramas retorcidas. Me detuve en una polaroid desteñida en la que él estaba sentado sobre el apoyabrazos de un sillón desvencijado, con el brazo por detrás de los hombros del que deduje sería su padre: un hombre flaco y abatido con las manos aferradas a las rodillas huesudas, como a una tabla de salvación. Marito trataba de sonreír a cámara pero tenía los ojos muy tristes. Había fotos de Carmen y de Lucio, y estaba mirando una de Mabel y un hombre vestido de marinero parados frente a la estatua del lobo marino de la Rambla de Mar del Plata cuando me pareció escuchar un motor que se acercaba. Corrí a la ventan del cuarto del Tordo y espié hacia fuera. No me había puesto a pensar en cómo haría para salir si ellos ya estaban a la vista y el miedo me hizo un vació en el estómago. Una lancha roja pasó por la orilla de enfrente y se alejó río arriba. Calculé que, si los veía acercarse, todavía tendría tiempo de bajar corriendo y escabullirme detrás de la planta de orejas de elefante que estaba a medio metro de la entrada. Era posible que no me vieran, ocupados como estarían en bajarse. Volví al cuarto de Marito y me senté en su cama. En la pared había una infinidad de imágenes del mar recortadas de revistas, un campo de girasoles, una foto enmarcada con cartón de los isleños en el corte de juncos: Marito en una punta, a los diez o doce años, con los brazos flacos y las costillas salidas, sostenía un machete en alto como en son de guerra. Superpuesta a una esquina de la foto, había una hoja suelta con el poema "Las manos" de Miguel Hernández. Porque estaba buscando solo una parte de Marito y no era capaz de ver lo que no estaba buscando, el poema me pasó casi desapercibido. Solo pude darle su verdadera dimensión años más tarde, cuando miré para atrás y las cosas se unieron como las cuentas de un collar. Pero esa tarde en su cuarto, desesperada por encontrar entre sus cosas algo que me dijera lo que sentía por mí, no fui capaz de ver lo que no hablaba de mí pero hablaba de él con una vehemencia conmovedora.

Sobre la mesa de luz había cuatro libros, uno de ellos abierto y boca abajo como si Marito se hubiera ido a Santiago sin darse cuenta de que no iba a retomarlo por un tiempo. Era Los condenados de la tierra, de Franz Fanon una foto se cayó de entre las páginas cuando quise devolverlo a su lugar. Era una foto mía. Las manos se me empezaron a temblar. Sentada en el muelle de la casa, un poco fuera de foco, apenas se me veía; seguramente me la había sacado alguien desde el muelle de doña Ángela. Decidí que había sido Marito; si hubiera sido Carmen, ella me la habría mostrado. En el lado de atrás, había unos versos que yo no conocía escritos con la letra enérgica e inclinada de Marito. Yo amo en ti lo imposible / Pero de ningún modo la desesperanza. Nazim Hikmet.

Los leí una y otra vez, amo en ti, amo en ti, amo en ti. Marito había escrito que me amaba. El significado de los versos parecía desaparecer frente a esa revelación. Guardé la foto entre las páginas de libro y miré una vez más a mi alrededor.

Despuésme arrepentí de no haberme quedado hasta saciar mi curiosidad, pero esa tarde,mientras bajaba la escalerita del entrepiso, solo podía pensar en que no todoestaba perdido. Una felicidad absurda se había apoderado de mí. Marito meamaba. Algún día iba a volver. Y yo iba a estar esperándolo.    

Piedra, papel o tijeraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora