Capítulo 13

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En invierno el río se pone gris. No es solo el agua la que cambia de color y pierde el tono rojizo del verano: los sauces y los robles pelados, los álamos, los liquidambar, hasta las casuarinas se funden con el río, y el paisaje cambia, se vuelve uniforme, silencioso. En esos meses nuestra casa se ponía más húmeda. Los viernes, al abrirla, el frío calaba los huesos y a la noche las sábanas parecían mojadas, como si hasta un momento antes hubieran estado en el jardín bajo el rocío helado. La casa de doña Ángela, en cambio, se mantenía caliente por la cocina de leña, y, aunque mamá no soportaba el olor dulzón que me quedaba en la ropa y en el pelo cuando iba a lo de mis amigos, a mi me gustaba pasarme las tarde de invierno ahí. Carmen juntaba los colchones contra la esquina y yo le pedía el grabador prestado a mamá y escuchábamos música, planeábamos nuestro brillante futuro, como le decía Carmen, o hablábamos de sus compañeros de colegio o de las mías.

A Carmen no le caían simpáticas mis compañeras de colegio. Yo había pensado alguna vez que les tenía celos, pero no era eso. Las cosas que yo le contaba la tenían convencida de que un colegio de mujeres solas era un nido de víboras.

- Deben de querer arrancarse los ojos, Almita – me decía.

Yo las defendía sin demasiado ardor: frente a Carmen sostenía que ellas verdaderamente trataban de consolarme por mi fracaso en las fiestas.

- Ah, sí, flor de consuelo – decía Carmen -. Te dicen que les ruegan a sus príncipes para que te saquen a bailar, pero que ellos no quieren ¿y vos creés que te están consolando? Están retorciendo el puñal. ¡Qué les van a decir que te sacan a bailar! Si alguno te llega a sacar y te descubre, ellas no bailan nunca más en su vida.

Después, cuando nos juntábamos en el entrepiso, las imitaba abrazada a la escoba. Al rubio lacio lo había bautizado flequilludo y lo había convertido en uno de sus personajes favoritos. Se paraba agachada para no golpearse la cabeza y besaba el mango de la escoba suspirando.

- Flequilludo mío, ¿quién es la más bella del mundo? – decía, y cambiaba la voz -. Alma, gorda culona, Alma es la más bella del mundo.

Apartaba la escoba de sí horrorizada y se llevaba la mano a la frente, al borde del desmayo como la dama de las camelias.

- ¿Cómo has dicho, cómo has dicho? – suspiraba, se sostenía con la pared para no caerse y de pronto se daba vuelta y la cara se le había transformado.

- Matadla – decía -, traedme sus ojos color de miel y su noble corazón envuelto en este pañuelo.

A veces se escuchaban las risas de doña Ángela, que nos cocinaba tortas fritas, o de Chico y Marito, que reparaban sus mediomundos sentados en el piso de la cocina.

Yo sabía que Carmen exageraba, pero su fe en mi me sostuvo durante todo ese invierno, y a principios de septiembre tuve mi primera menstruación.

Una de las primeras tardes de esa primavera encendimos un fuego en un claro en la isla del medio y nos envolvimos cada una en una manta, sentadas espalda contra espalda. Nos gustaba hablar así. Yo sentía las vibraciones de la vez de Carmen y el calor de su cuerpo contra la piel de mi espalda, y miraba el río que pasaba debajo de los sauces de la orilla. Había decidido que esa tarde le iba a contar lo que sentía por Marito, pero, ahora que el momento ideal para mi confesión había llegado, me daba culpa haberle escondido mi secreto tanto tiempo y no sabía como empezar.

- ¿Hay alguna cosa que te haya pasado que no hayas querido contarme? – dije.

- Era una manera torpe de empezar, pero supongo que pensé que, si lograba que ella confesara un pecado parecido al mío, me iba a resultar más fácil hablarle.

- ¿Alguna cosa como qué?

- No sé. Alguna cosa cualquiera. Algo que no me hayas contado.

Se hizo un largo silencio. La sentí ajustarse la manta alrededor del cuerpo. Las brasas formaban dibujos en el fuego.

Nada me había preparado para escuchar lo que Carmen me contó entonces. Traté de recordar todas mis impresiones del sábado anterior, su cara de la mañana del domingo. La recordé cuando había llegado del baile en la colectiva de las ocho, con su vestido verde y el pelo lacio de cuando se hacía la toca. No podía rescatar ningún detalle que me hubiera llamado la atención. Durante ese domingo anterior y parte del sábado actual, yo había estado con mi amiga y no había notado ningún cambio. La escuchaba con voracidad, suspendida de cada una de sus palabras, y la recordaba a la vez durante el fin de semana anterior: en el entrepiso mientras hablábamos de nuestras cosas, en el bote cuando habíamos salido a remar por el Víboras, durante la siesta mientras comíamos las últimas mandarinas robadas de la isla de los vecinos. Había supuesto sin pensarlo demasiado que, si una chica se acostaba por primera vez, le quedaba una marca visible, una diferencia tan grande con la que había sido antes que no se me podía haber escapado en una amiga que conocía tanto. No puedo acordarme de las palabras que usó para describirme su primera noche con un hombre. Sé que no me dio detalles concretos y que yo no se los pedí. Me hablaba y las imágenes que se formaban en mi mente eran vagas, como retazos de un sueño, su emoción parecía colarse por mi espalda junto con las vibraciones de su voz. Sentía que estaba viviendo a través de ella algo inmenso, imposible de contar. Hacía casi diez años que yo iba a un colegio católico. Durante los últimos tres años, el tema de la virginidad ocupaba cada vez más espacio en las charlas de la clase de catequesis. Tenía gran cantidad de ideas al respecto: había algo que todos los hombres iban a querer de mí, algo que iban a tratar de obtener por todos los medios, algo de lo que yo me tenía que cuidar con todo el celo de que era capaz. Los chicos que yo conocía y los que pudieran conocer no podían controlarse, estaba en su naturaleza hacerme caer. Y no caer era responsabilidad de las mujeres: prevenir antes que curar, "evitar la ocasión", como decía sor Francisca, "fortalecer la virtud". Había algunos métodos muy importantes que pasaban de unas a otras antes de la primera fiesta y una infinidad de consejos que ya había escuchado muchas veces: no dejar que a una la agarraran de la cintura con las dos manos –la técnica para que esto no pasar, la palanca, era una presión que había que hacer con las dos manos contra los hombros del chico que estaba propasándose para que él entendiera que no obtendría nada de una y aprendiera a comportarse-; no había que dejar que el chico nos hablara demasiado al oído, los labios cerca de la oreja eran especialmente peligrosos; para bailar lentos era necesario separa las piernas, pero el ángulo tenía que ser lo suficientemente cerrado como para impedir que el chico metiera una de sus piernas entre las nuestras. Acostarse antes del casamiento era pecado mortal. Hasta esa tarde yo había pensado que la obsesión de mis compañeras era ridícula, que yo no la compartía. Mis fantasías con Marito nunca pasaban de un beso, pero yo no lo había atribuido para nada a la influencia de las monjas, pensaba de buena fe que el tema no me preocupaba. Esto que me contaba Carmen iba mucho más allá de todo lo que yo había pensado hasta el momento; se acercaba a las imágenes inquietantes que yo tenía de la húngara, a sensaciones confusas en las que yo no había querido pensar mucho. De pronto, la idea de que mi amiga hubiera cometido un pecado mortal cobró importancia inesperada. Lo que ella me estaba contando era hermoso, pero yo sentía una vaga preocupación que iba creciendo con su relato. La tierra soltaba un vapor helado. Junto con la admiración y los celos, una angustia que no habría podido explicar crecía dentro de mí. Mucho tiempo después supe que esa tarde, mientras escuchaba la historia de amor de Carmen, el sexo ya había quedado para mí indisolublemente ligado al castigo.

Piedra, papel o tijeraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora