Capítulo 8

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Sor Francisca era la monja que daba clases de catequesis en el colegio. Era una mujer grandota, con la cara redonda y una nariz gorda llena de venitas que se le ponía roja cuando se fastidiaba. Desde la primaria, cada año, nos contaba la historia de Adán y Eva. Estaba obsesionada con el Pecado Original. Había ido cambiando sus técnicas de narración y ajustándose a nuestras edades, pero siempre machacaba con eso: cómo la serpiente había tentado a Eva y Eva a Adán para que comieran la manzana prohibida. En segundo grado, Sor francisca había colgado en el pizarrón una pintura de Adán y Eva cuando dios los echo del Paraíso. Todavía recuerdo la impresión de Adán y Eva agachados, tapándose porque de pronto les había dado vergüenza estar desnudo. Miraban hacia atrás a Dios, que los apuntaba con el dedo, furioso, y huían de Él aterrados por todos los castigos que ahora iban a tener que sufrir por haber pecado.

Alguna vez yo le había preguntado por qué, si Dios sabia que iban a pecar, los había dejado hacerlo. A mí ese Dios indignado no me había gustado nada. Me parecía muy cruel lo que había hecho. Lo imaginaba escondido detrás de unos arbustos, esperando para salir a apuntar con el dedo, haciéndose el decepcionado cuando había sabido desde el primer momento que las cosas iban a salir mal. Ya en la secundaria yo había hecho un comentario que me había ganado la enemistad eterna de Sor Francisca.

-me parece un poco sádico-dije en voz muy baja, pero ella me escuchó.

Pensé que iba a persignarse. La nariz se le puso como un farol.

-Dios nos hizo a su imagen y semejanzas. Y, para que fuéramos como Él, tenía que darnos libre albedrío-dijo con la voz atragantada.

-¿Y cómo sabemos entonces que Él no puede elegir el mal?-dije.

Sor Francisca me miro como si estuviera frente al mismo demonio. Era evidente que la idea de que Dios pudiera elegir el mal no se le había cruzado ni remotamente por la cabeza.

El timbre del recreo la salvó.

-Vamos a tener que hablar de esto-Dijo y pareció que iba a seguir, pero se puso a juntar sus cosas apurada y salió de la clase abrazándose a sus papeles.

-Te van a matar -dijo Lucila Atkins.

Y las chicas alrededor de nosotras parecieron estar de acuerdo con ella.

Al día siguiente, Sor Francisca me llamó aparte.

-Toda la noche recé para que Dios te conceda la gracia de la fe –dijo-. A través de la razón no se llega a Dios.

Lo peor de todo era que yo ni sabía cuando había empezado a sospechar de ese Dios bueno y misericordioso. Sentí que ella tenia un poco de razón, que tratar de entender tantas cosas era un defecto horrible que no me iba a dejar ser feliz.

Marito y yo teníamos muchas conversaciones sobre religión y muchas veces, durante ese último año de colegio, yo llegaba a las clases de catequesis con los argumentos que él me daba, muchos de ellos de la novela Abraxas de Hermann Hesse, que él me leía en voz alta y me tenía totalmente fascinada. Las ideas del libro me tenía en pie de guerra permanente con Sor Francisca.

Una tarde, sin previo aviso, Sor Francisca les mando una nota a mis padres.

Alma se está apartando del camino de la fe, decía la nota. Sería aconsejable que hablaran con ella en este momento difícil de su vida cristiana.

Mamá me leyó la nota en voz alta en el auto el viernes a tarde. Me habían pasado a buscar por la salida del colegio para ir a la isla y esa conversación era lo último que yo quería en la vida, pero tuve que contarles las discusiones con Sor Francisca desde el asiento de atrás. Papá me miraba por el espejo retrovisor y mamá se giraba cada tanto muy fastidiada y después seguía con la vista al frente y sacudía levemente la cabeza hacía los dos lados.

-tendrías que leer a santo Tomas de Aquino –dijo papá-. Va a ser mucho más efectivo que los rezos de sor Francisca.

Mamá le mandó una de sus miradas fulminantes.

-no veo qué es lo que te hace gracia –dijo.

Por la luneta de atrás pasaban las copas de los árboles a todas velocidad y me acosté en el asiento para mirarlas.

-Dos locos se escaparon del manicomio en una moto –me puse a contar-. Uno dijo "qué rápido pasan los árboles". Y el otro le contestó: "Sí, a la vuelta me vuelvo en árbol".

-¿Quién te está metiendo estas cosas en la cabeza? –dijo mamá.

-¿Qué? ¿Lo de los locos?

Mamá se asomó hacia atrás furiosa.

-No te hagas la viva –dijo.

Era verdad que muchas de mis dudas estaban alimentadas por las conversaciones que tenía con Marito, pero la enemistad con Sor Francisca era anterior y me dio rabia que mamá no me creyera capaz de pensar por mí misma.

-Me parece que el Dios misericordioso de las clases de catequesis es una buena excusa para lavarse las manos y no hacer nada para cambiar las injusticias del mundo –dije.

Eran palabras de Marito, pero yo estaba de acuerdo con él. De todas maneras, apenas las dije, me arrepentí. Estábamos en una luz roja y papá también se dio vuelta para mirarme.

-¿Con quién hablás de esas cosas? –dijo.

El auto de atrás le tocó la bocina para que avanzara.

-Está verde –dijo mamá-. Contestale a tu padre.

Pasamos por debajo de una maraña de cables de luz que se perdían entre las ramas de los plátanos.

-Con nadie –dije.

-Con nadie –repitió mamá. ¿Desde cuándo pensás vos que el mundo está lleno de injusticias?

Lo decía como si fuera una idea rarísima y por primera vez pensé que Marito tenía razón cuando decía que a nosotros solo nos importaba nuestra propia felicidad.

-Así empiezan –le dijo mamá a papá como si yo no estuviera ahí acostada en el asiento de atrás-.

Primero quieren cambiar el mundo y después terminan poniendo bombas debajo de las camas.

Me senté.

-No seas tan extremista –dijo papá, pero me miró otra vez por el espejo y me preguntó, también él, quién me estaba metiendo esas cosas en la cabeza.

-¿No habrá sido esa profesora de Educación Cívica, no? –dijo mamá.

Un Falcon se detuvo en el semáforo a nuestro lado. El hombre que estaba en la ventanilla frente a la mía iba con la vista hacia delante, pero de pronto me miró. Y había algo en su mirada, en la dureza de su boca, que me hizo sentir un miedo instantáneo. Lo vi decir algo y el que manejaba se dio vuelta para mirarme. Se rieron. Me alejé de la ventana.

-Te hice una pregunta –dijo mamá.

El tráfico se había detenido y yo no podía sacarles la vista de encima a los del auto de al lado, como si algo en ellos me fascinara y me diera repulsión a la vez. El que manejaba abrió la ventanilla, sacó una sirena como la de los autos de policía y la puso en el techo. La luz estaba apagada, pero un instante más tarde se encendió, y el sonido angustiante de la sirena hizo que todos empezaran a hacerse a un lado para dejarlos avanzar. El hombre que iba atrás había sacado el brazo por la ventanilla y tenía una mano abierta apoyada en la puerta. Era una mano rosada y corta, hasta femenina.

-Qué tipos desagradables- dijo papá.

-¿Son policías? –pregunté.

Y deben de ser –dijo él girando para tomar la calle Maipú, que baja hacia el río.

Nadie habló hasta que llegamos al club, como si los hombres del Falcon hubieran tenido el poder de callarnos.

-Ni sueñes con que vas a esquivarle el bulto a esta conversación –dijo mamá mientras bajábamos las bolsas del baúl.

-No entendés nada –le dije y bajé corriendo la barranca hasta el muelle.

El río estaba alto y me puse a preparar el cabo para cuando papá atracara la lancha.

En la isla se tranquilizaban. Tal vez seolvidaran de seguir interrogándome.    

Piedra, papel o tijeraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora