Todos los meses desde que desapareció la húngara, el Tordo le traía a Carmen una carta casi idéntica a la que habíamos encontrado bajo el tarro de azúcar. Abrochado a la carta venía el sueldo del mes y como posdata, subrayada, la recomendación de no olvidarse de las flores a su padre. Yo me preguntaba para qué había puesto una foto del padre con la madre si después la iba a hacer como si le pusiera flores sólo al padre, pero a la vez entendía perfectamente que la húngara no tuviera ganas de ponerle flores a la señora con la cara de ratita.
- Tal vez ni siquiera sea la madre – dije un día mientras remábamos hacia lo de la húngara para poner una hortensia recién cortada en el florero frente a la foto.
- Es la madre – dijo Carmen -. Un hombre con esa cara no se casa dos veces.
Y no hubo manera de que me contestara cómo era la cara de los hombres que se casan más de una vez. Tampoco pude imaginarme dónde había visto ella tantos hombres como para llegara a esa conclusión.
Cada tanto Carmen volvía a la hipótesis del crimen. Le seguía pareciendo sospechoso que las cartas las trajera su tío y que la húngara no hubiera vuelto nunca más a la isla. En sus arranques de suspicacia, hacíamos nuevas excursiones en busca de pruebas, de algo que hubiéramos pasado por alto. A Carmen le gustaba ponerse el vestido de flores rosadas y sentarse en la cama de la húngara con la teoría de que la luna del espejo, al verla vestida así, le iba a transmitir algo. A mi la idea de que el espejo reflejara algo que no fuera lo que me rodeaba me parecía aterradora, y durante esas sesiones me sentaba en el piso contra la pared y evitaba mirar a Carmen o al espejo. La espada arqueada de la húngara y su mirada de aquella tarde me perseguían. El sol, a través de la cortina de junco, dibujaba rayas en la pared de enfrente y del otro lado de la ventana se escuchaba a veces el ronroneo de las alas de un picaflor que construía su nido colgando de la cenefa de la galería.
Después empezó la recolección de juncos y a Carmen se le pasaron las sospechas por un tiempo o por lo menos no volvió a mencionarlas. Su única preocupación pasó a ser la de pasearse frente a los isleños con la excusa de ayudar. Había tratado de que le dieran permiso para entra al agua con un machete y trabajar a la par de los hombres, pero como no la dejaban tuvo que encontrar otras maneras de ayudarlos.
Los isleños cortaban juncos de un banco en la desembocadura, justo frente a la casa de la húngara, cruzando el canal. Algunas veces, de chica, yo había ido con papá a llevarles tereré o cerveza fría. Recordaba también sus torsos y sus brazos cubiertos de mosquitos hinchados de sangre, el sudor blancuzco que se les metía en los ojos cuando levantaban la cabeza para aceptarme la bebida, el olor a alcohol de Chico y su mirada vidriosa. Hoy en día, esa imagen para mí misma caminando entre ellos rodeada de la nube de mosquitos, blanca, pulcra, con mis aires de princesa generosa y la inevitable condescendencia de tener diez años y estar en esa posición, me da una confusa sensación de vergüenza.
Por distintos motivos los recuerdos de ese verano con Carmen tampoco me hacen del todo feliz. Yo acaba de cumplir catorce años y Carmen ya tenía quince. Mi cuerpo seguía sin hacer grandes progresos mientras que ella se había transformado, y hasta se movía distinto, como si las curvas de su cuerpo le hubieran cambiado la manera de moverse. Preparábamos una heladera con bebidas y remábamos hasta la desembocadura para repartirlas. Cuando llegábamos, Carmen me paraba los remos, se paraba en la popa con la heladera a sus pies y repartía las bebidas. Las servía como si estuviera en la barra de un bar: se reía, sacudía el pelo de un lado al otro, estiraba el cuerpo para alcanzarles los vasos, sus piernas morenas brillantes de transpiración y sus pechos libres bajo la blusa. Yo era testigo de las miradas de deseo de los hombres, de la corriente que creaba ella con sólo moverse entre ellos. Me sentía invisible, profundamente desdichada.
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Piedra, papel o tijera
Teen FictionAlma va todos los fines de semana, con sus padres, a su casa en el Tigre. Allí conoce a Carmen y a Marito, dos hermanos que viven con su abuela, en una casa sencilla. Las aventuras por el Delta, el despertar del amor y el fin de la inocencia los une...