Capítulo 4

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Doña Angela, Carmen y Marito adoraban al Tordo. Yo le tenía miedo. Tenía una manera de mirarme, siempre de lejos, que parecía decirme que en su mundo no había lugar para mí. Sabía por Marito que el Tordo contaba unos cuentos maravillosos y que cuando se ponía triste se iba solo a remar y cantaba canciones llenas de nostalgia en un idioma que ellos no entendían, pero a mí nunca me contó un cuento ni me habló más de dos o tres palabras. Sin embargo, de lo mucho que lo querían mis amigos, yo también lo quise un poco, y años mas tarde entendí lo que había detrás de sus humores violentos y su desconfianza, y le di la razón.

Mamá decía que era un resentido. Resentido y taimado, decía, y le echaba la culpa a la húngara que había aparecido por la isla veinte años antes, cuando el Tordo cumplió los dieciocho. Todos decían que era la mujer más bella que habían visto por ahí desde que Doña Angela había dejado de ser joven aunque yo nunca pude imaginarme a doña Ángela joven, mis padres hablaban mucho de lo bella que había sido. La húngara había atracado en el muelle un sábado a la mañana y había desembarcado como una vikinga en tierra virgen- así me la describió papá después-, alta, orgullosa, con su pelo dorado, sus ojos azules y sus casi cuarenta años que, según papá, eran la edad de oro de la mujer y, según mamá, era la edad de la húngara y de nadie más. Sin explicar nada, ella había pasado frente a doña Angela con una inclinación de cabeza y había avanzado directamente a buscar al Tordo en el galpón donde se secaban los juncos.

Nadie sabía dónde lo había visto antes, pero esa misma mañana el Tordo se subió al barco detrás de ella y desapareció por todo el fin de semana, como haría después cada vez que ella viniera a buscarlo.

Papá decía que la húngara no era húngara sino alemana y que su casa estaba llena de libros que ella le había dado a leer al Tordo y que por eso él se había vuelto resentido. Y decía que mis amigos iban a terminar como él, porque saber leer estaba muy bien, pero leer tanto, con una realidad como la de ellos, era un veneno. Yo no conseguía que me explicara esta idea, pero era algo en lo que mamá y papá estaban de total acuerdo- ella asentía y parecía genuinamente preocupada por el destino de mis amigos- hasta que Papá seguía con que lo peor era que la húngara le leyera al Tordo entre besos, porque esa combinación era mortal. Mamá pensaba que esas cosas no eran cosas para decirme a mí, se ponía a hacerle caras de disgusto y le lanzaba miradas fulminantes que a papá lo divertían bastante. A mí, la imagen del Tordo y la húngara besándose en una cama llena de libros encuadernados en cuero rojo y negro como los que había en la biblioteca de casa, sumergidos en el olor de las páginas y la sal de los besos- porque un verano yo había escuchado a un chico de la carpa de al lado decir que los besos eran salados- me llenó de sensaciones confusas los años previos a mi adolescencia.

El Tordo no te odia, Alma- me dijo Carmen una tarde cuando me atreví a confesarle el miedo que le tenía a su tío- trata de cuidarnos a nosotros.

Nos habíamos escondido entre los juncos recién cortados. Nos gustaba escondernos ahí porque nos lo habían prohibido y era como andar en un juego gigante de palitos chinos, separando los juncos que se habían caído de las pilas con la punta del pie para encontrar tierra firme sin aplastarlos. Estábamos sentadas frente a frente, entre dos montañas de juncos. El aire picante nos envolvía como un agua fría con olor a barro. Debo de haber mirado a mi amiga con desconcierto.

Él dice que, cuando vos vengas con tus amigos, vas a hacer como la húngara, que nunca lo busca cuando viene con gente.

- Vos sos mi mejor amiga-dije yo-, nunca te haría una cosa así.

Me hice una cruz sobre los labios para jurarlo y quise hacer un pacto de sangre que Carmen no aceptó. Pero el Tordo iba a tener razón y años mas tarde yo rompería mi juramento. No sé si Carmen me perdonó –nunca llegué a preguntárselo-, pero tuve que reconocer que yo era capaz de hacer algo que me parecía imperdonable, algo que siempre había condenado en los demás. Todavía siento vergüenza cuando lo recuerdo.

La tarde entre los juncos decidí que el tiempo le iba a demostrar al Tordo que yo no era como la húngara. Por otra parte, saber el motivo de su hostilidad me hizo perderle el miedo. De ahí en más, cuando la húngara pasaba con el barco lleno de amigos y él se encerraba en casa, yo compartía con Carmen el odio y la pena, y me sentía del mismo bando que el Tordo, contra la húngara y sus amigos y sus aires de superioridad.

Piedra, papel o tijeraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora