Segunda Parte Cap. 1

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Pasó más de un año antes de que volviera a ver a Carmen y a Marito. Recuerdo vagamente ese período, como si hubiera vivido en una especie de limbo esperando las señales que me iban a empujar a retomar mi vida. En algún momento quise dar quinto año libre, pero mis padres no me dejaron. Iba al colegio y me dormía con la cabeza apoyada en los brazos y el saco azul tirado encima como una carpa. La mayoría de las profesoras ni se preocupaba por despertarme, porque de todas maneras mis notas eran buenas, Salía poco y, aunque seguía yendo a la isla, los fines de semana sin Marito y sin Carmen se me hacían largos y aburridos. Mabel había aparecido un día durante la semana y se había llevado a Lucio con ella, y desde entonces doña Ángela estaba más callada que nunca. A veces durante ese invierno fui a visitarla. Me sentaba en un banco contra la pared mientras ella cocinaba. Bartolo me apoyaba la cabeza en las piernas y se quedaba muy quieto, mirándome. Yo sentía su aliento húmedo sobre la pierna, el peso de su cabeza, su mirada que no se apartaba de mí. Me parecía que en cualquier momento iba a ponerse a aullar de desesperación. Supe que Carmen vivía casi todo el tiempo en lo de Emil. Marito estaba viviendo con el padre, estudiaba en la Universidad Tecnológica y trabajaba en un astillero. Yo pensaba que ya no iba a volver a verlo, pero cada vez que la lancha tomaba la curva para entrar al canal, se me hacía un nudo en el estómago y forzaba la vista para descubrirlo en el muelle sentado mirando el río, como tantas otras veces. Era como si una parte de mí se hubiera independizado de la otra y hubiera decidido seguir soñando a pesar de todo. A Carmen le había escrito dos cartas. No me las había contestado.

En Marzo de ese año fue el golpe militar. Más tarde en mi vida, tratando de recordar el principio de la dictadura, tuve que reconocer que por muchos meses no hubo una gran diferencia para mí entre ese gobierno y el anterior. El 24 de marzo la televisión de casa estuvo encendida casi todo el día, pero mis padres no hicieron muchos comentarios. Recuerdo uno, sin embargo: "Alguien tenía que poner orden". No me había dado cuenta de que papá y mamá habían estado viviendo con miedo. Para ellos la Junta Militar iba a ordenar el país y después llamaría a elecciones. Yo no tenía entonces ninguna opinión pública. Iba a un colegio donde rara vez se hablaba del tema y el primer contacto cercano que tuve con la influencia de ese gobierno fue cuando la maestra de Educación Cívica, una mujer bajita y apasionada que yo quería mucho, fue acusada de subversiva y despedida del colegio. Por supuesto no fue eso lo que nos dijeron a nosotras, pero Lucila Atkins trajo la noticia y todas sentimos que era una acusación grave aunque no supiéramos bien qué quería decir.

- Hay que tener cuidado con las opiniones en tu colegio- me dijo papá-. Estas cosas son complicadas. No te metas.

- Eso fue todo. Yo solo quería terminar quinto año y que mi vida cambiara. Y entonces volvió Marito.

Un sábado de finales de ese otoño, papá tomó la curva para entrar al canal y Marito estaba en el muelle pescando. Así, sin previo aviso. Yo había soñado con esa imagen durante más de un año, pero nada me había preparado para el terror que sentí. Él estaba ahí por fin y yo no sabía cómo iba a ser mirarlo a los ojos, que me mirara, si nos íbamos a reconocer, no en el sentido, reconocernos con el amor que nos habíamos tenido antes, hacía un siglo. Le tenía de pronto el miedo que se le puede tener a un extraño y, a la vez, me daba tanta alegría verlo que no podía respirar. Estaba paralizada en la popa de la lancha y al mismo tiempo me imaginaba saltando al agua para nadar hacia él. Nos saludó de lejos y recogió la línea. Mientras la lancha se acercaba, él cruzó el puentecito, apareció en nuestro jardín, atravesó la sombra de las casuarinas y entró en la luz del sol que daba de lleno en el muelle. Y fue como si apareciera de golpe, iluminado; caminaba hacia mí con el cuerpo suelto, los brazos a los costados, la cara abierta en una sonrisa. Yo lo saludé desde la lancha- no sé qué le dije- y me puse a pasarle los bolsos y apenas podía mirarlo mientras se los pasaba. Recién después de dejar la lancha en la amarra pude saludarlo. Lo abracé. Mamá y papá estaban ahí, pero yo no quería deshacer el abrazo nunca más. Fue él quien se apartó. Yo tenía los ojos llenos de lágrimas y me apuré a entrar los bolsos para que no me vieran. Una vez dentro de la casa tuve que irme a mi cuarto para recuperar el aire. Lo escuché cuando acomodó las cosas en el porche y le contó a papá que los estudios iban bien y que el Tordo le había construido un galponcito en el fondo del terreno para que armara un taller de reparaciones. Los reflejos del sol entre las hojas bailaban en el piso, en mi colcha, en mi cara y yo oía su voz ahí afuera, más grave que antes, crecida; no me podía mover.

Piedra, papel o tijeraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora