Capítulo 9

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-Todo el mundo va a Miami –decía mamá.

Casi no había día en que su vida no pareciera estar dedicada a convencer a papá de la importancia de ese viaje que él no quería hacer.

-Si no vamos ahora, ya no vamos a ir –decía también, como si Miami estuviera a punto de desaparecer o se fuera a acabar el mundo antes de que ellos conocieran "el paraíso de la compra", como le decía papá.

Ella se defendía, no era solo por las compras, él nunca quería ir a ninguna parte, nunca le daba los gustos, era capaz de ir, por el resto de su vida a los mismos lugares y morirse sin haber conocido el mundo. De oírla era como si de repente nuestra vida hubiera perdido el sentido; papá me estaba poniendo de excusa, decía ella, yo ya tenía edad para quedarme sola unos días, no me iba a pasar nada.

En eso yo estaba totalmente de acuerdo con ella. La perspectiva de quedarme sola me entusiasmaba tanto qué tenía que disimular. Si mamá se daba cuenta, era muy capaz de cambiar de idea, qué tanto quería hacer yo sin ellos. No habían logrado sacarme ni una palabra en la conversación que habíamos tenido en la isla el día de la carta de Sor Francisca, pero estaban atentos a mis llamadas de de teléfono y a mis salidas, y yo tenía miedo de que descubrieran en cualquier momento que Marito y yo nos veíamos en Buenos Aires también. Lo que más quería era que se fueran para poder invitar a Marito a casa, estar con él por una vez en la ciudad sin tener una mesa de café entre nosotros, mostrarle mi mundo, mi cuarto, mis cosas.

La gotita que horada la piedra, le dijo papá a mamá la noche que se apareció en casa con los pasajes. Me pareció que nunca había visto a mamá tan feliz como esos días previos al viaje, escribiendo listas y hablando con sus amigas, sí, ella también iba a conocer Miami, y anotaba direcciones, y me hablaba de Miami como si estuviera por hacer un viaje al futuro, a un mundo de verdad, no como el nuestro lleno de impedimentos.

Los acompañé en el remís al aeropuerto y asentí obedientemente a todas las indicaciones que me dieron antes de perderse detrás del personal de Migraciones. Papá quiso fingir que era arrastrado a algo que no le interesaba, pero era obvio que también estaba feliz. Había conseguido datos de lugares a donde ir, distintos de los de mamá, como se ocupó de aclarar; a lo mejor en la playa se encontraban alguna mina en tetas, había dicho la noche anterior durante la comida guiñándome un ojo.

Era la primera vez en mi vida que tenía por delante una semana entera sin mis padres y, al abrir la puerta de casa, sentí que había crecido de golpe, que era dueña de mi tiempo, que podía hacer lo que se me diera la gana. Puse música y anduve bailando por el departamento, mirándome en el reflejo de las ventanas; abría la heladera que mamá había dejado llena de comida y me imaginaba las horas con Marito, al fin solos, realmente solos, sin campanas que nos interrumpieran, sin necesidad de disimular, sin nada que se interpusiera entre nosotros. Nunca había estado tan feliz.

Marito llegó a las cuatro de la tarde. Me trajo un ramo de margaritas. Estaba contento. Preparamos un mate; yo había comprado un mate especialmente, lo había escondido en mi cuarto para que mamá no lo viera y lo había curado durante la mañana rogando para que Marito no se diera cuenta de lo nuevo que era. En la isla tomábamos mate y yo siempre había dicho que en Buenos Aires tenía la misma costumbre. –Mate nuevo –dijo apenas se lo pasé para que cargara la yerba.

-El viejo se me partió –dije y me sentí muy tonta por no haber podido decir nunca que prefería el café. El paquete de yerba también estaba lleno.

-El mate es para compartir y yo siempre estoy sola.

Y algo de cierto había en lo que acababa de inventar. Pero nada me importaba más que el hecho de que él estuviera ahí. Teníamos todo el día por delante, una semana por delante, si queríamos, porque yo había pensado invitarlo a quedarse, como si lo invitara a jugar al papá y la mamá.

-Para la manada de lobos nos falta Lucio –dije.

-Pobre Lucio, criado por un par de locas –dijo Marito.

Me gustó que dijera eso, me gustó saber que para él Carmen y yo habíamos sido como dos mamás locas.

Siempre me dije a mí misma que yo no había pensado acostarme con él cuando lo invité. Alguna vez habíamos hablado de hacer el amor y habíamos decidido esperar y a él le había parecido bien. Me daba miedo que él pensara mal de mí si me acostaba con él, pensaba que tal vez fuera algo que estaba mal a pesar de las ganas que tenía, quién sabe qué podía pasar después. Y él había dicho que, cuando yo estuviera lista, ya nos íbamos a dar cuenta, o algo así. Creo que también había dicho que no teníamos ningún apuro. Cuando lo invité a casa sabiendo que mis padres no iban a estar, podría haberme imaginado que era una oportunidad demasiado perfecta para que no termináramos en la cama. Estaba en el aire entre nosotros, pero yo no le había puesto palabras, ni siquiera imágenes, y eso hacía que nos tratáramos con una cortesía rara, como si estuviéramos en un escenario, frente a un público, representado en una obra.

Armamos una especie de nido con almohadones en el living a ver una película malísima que daban en "Sábados de súper acción". Nos besamos. Me aparté y fingí estar interesada en la película. Se me cruzó esta frase que decían mamá y Sor Francisca cuando hablaban de sexo (aunque mamá nunca hablaba de sexo más que para contar embarazos indeseados o para criticar la educación de alguna chica de mi edad a la que, según ella, le daban demasiada libertad). "Hay que evitar la ocasión", decían, y convertían al sexo en algo que había que dejar encerrado vaya a saber uno dónde. Y ahí estaba yo, en una ocasión óptima, abriéndole descaradamente la puerta al pecado más temido, apenas unas horas después de que ella se fuera a Miami depositando en mí toda su confianza. El pensamiento se me cruzó y desapareció, y me apreté contra el cuerpo de Marito y seguí besándolo. No necesitamos hablar, no tuvo que preguntarme nada. Le desabroché la camisa para poder sentir su piel, las manos no me alcanzaban y me fui dejando desvestir porque quería tocarlo con todo el cuerpo, rodearlo con las piernas, que él me acariciara entera. Me caía. Mi cuerpo se abría y perdía los bordes, me dolía como un vacío inmenso que había aparecido y que sólo Marito podía llenar. Tuve mi primer orgasmo aferrada a su mirada para saber que no me estaba desintegrando, los ojos abiertos por el asombro. Después lloré abrazada a él, que me besaba el pelo, la cara, me lamía las lágrimas, me miraba como no me había mirado nunca antes. Pero era como si me hubieran tirado de vuelta al mundo, y yo supe, sin ponerle palabras, que lo que acababa de pasar nos unía para siempre.

Cuando, tres horas más tarde, me dijo que tenía que salir a hablar por teléfono, sentí que el alma se me iba a los pies. Nos habíamos quedado dormidos y afuera ya era de noche. Su cara iluminada por la pantalla muda del televisor, estaba de pronto muy seria.

-Hablá de acá –le dije.

-No puedo hablar de acá, pero voy a un público y vuelvo.

No me dejó acompañarlo y no quiso comer nada.

-Enseguida vuelvo –dijo.

Me besó antes de irse. Me besó los párpados y los labios, me había tomado la cara entre las manos y me sonrió antes de cerrar la puerta del ascensor. Desde planta baja tocó el timbre.

-Te amo –me dijo por el portero eléctrico.    

Piedra, papel o tijeraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora