Capítulo 13

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Volví a la calle y me quedé ahí, como si ya no hubiese nada más para mí en el mundo. El sol había desaparecido detrás de las casas y un frío húmedo subía del piso; lo sentí en los pies, alrededor de los tobillos como una mano helada. Detrás del cerco de alambre en el jardincito de la casa de al lado, un chico que parecía más o menos de mi edad tenía la mirada clavada en mí. Estaba apoyado contra el cerco y los dedos de uñas comidas se habían puesto blancos de la fuerza que hacían para aferrarse al alambre.

-Hola –dijo aplastando la cara contra el alambre con tanta fuerza que la carne sobresalía por los rombos como masa cruda.

Me di cuenta de que era un enfermo mental. Le hubiera empujado la cara para que dejara de mirarme. Me fui de ahí y me senté en la entrada de una casa cualquiera a pocas cuadras. No quería volver a casa, quería acostarme en la vereda y quedarme ahí tirada. Lo que Marito y yo habíamos hecho era pecado y ahora yo iba a pagar las consecuencias. Todas las cosas que me habían dicho en el colegio durante años se me venían a la cabeza. Las frases de mis amigas y de mi mamá, las frases de las que Carmen se burlaba. Se me repetían en la cabeza pero no lograban tapar lo que estaba por debajo: una tristeza que no tenía nada que ver con eso, un dolor concreto, como si me hubieran arrancado un pedazo y yo tuviera ahora un agujero en donde antes estaba mi cuerpo. Cuando me levanté para irme, había oscurecido. La calle estaba muy quieta y solo se oían ladridos, algún motor, una sirena que venía desde la oscuridad.

Caminé hasta la estación concentrada en el sonido tranquilizador de mis propios pasos. Nadie sabía que yo estaba ahí. Mis padres estaban muy lejos. Ya no tenía amigas. Había perdido a Carmen y ahora Marito también me había dejado. La estación de Carupá estaba mal iluminada y la gente en el andén parecía sumergida en sus propias cosas. Pensé que a nadie le importaba lo que les pasaba a los demás, que yo me podía morir ahí mismo y a nadie le iba a importar. Saqué el boleto y me senté en un banco a esperar el tren. No había terminado de acomodarme cuando el vecino idiota de Marito se sentó en la otra punta del banco y se puso a mirarme. Fingí que no lo veía.

-Es mentira que Mario se fue a Santiago –dijo, y se me acercó deslizándose sobre el banco.

Miraba a su alrededor y se agachaba para mirar debajo del banco como si pudiera haber alguien ahí.

-Yo tengo su zapatilla. La escondí en el ropero para que mi mamá no la vea. Yo le voy a cuidar la zapatilla porque los amigos se cuidan y se aman.

Y miró otra vez debajo del banco.

La campana empezó a sonar y el idiota miró eltren que se acercaba como si de pronto se hubiera olvidado de todo y estuvierafrente a la procesión de un circo. No traté de entenderlo. El miedo que él mehabía hecho sentir se había robado el aire a mi alrededor y apenas el tren sedetuvo corrí hacia las puertas que se abrían y me metí en un vagón. Y lo únicoque podía pensar era que por favor el idiota no me siguiera.     

Piedra, papel o tijeraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora