Capítulo 4

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Conseguir que mis padres me dejaran volver del colegio en colectivo había sido una conquista para mí. Hacía un año que caminaba todas las tardes las diez cuadras que me separaban de la parada en la calle Maipú con una nueva sensación de libertad, como si ese fuera el principio de una vida mucho mejor que la que tenía. Alguna vez Lucila Atkins, que vivía cerca de casa, se ofrecía a llevarme. Casi siempre le decía que no, pero esa tarde, meses después de mi reencuentro con Marito, acepté. Quería llegar pronto. Había empezado un dibujo de la isla y quería llegar a casa para encerrarme a dibujar.

Llovía. Salí del colegio debajo del paraguas de Lucila, que me estaba hablando de una pelea que había tenido con Antonio ya no me acuerdo por qué. Federico, su hermano, la había ido a buscar y nos hizo señas desde el auto. Unos metros más atrás, con una campera roja con capucha y parado debajo de la lluvia, estaba Marito.

Me saludó con la mano, me sonrió. Yo me quedé parada sin saber qué hacer. Miraba a Lucila y otra vez a Marito, y no podía decidirme a caminar hacia él, como si mi cuerpo estuviera recibiendo órdenes contradictorias y el resultado fuera esa inmovilidad. Nunca había tenido mis dos mundos enfrentados tan claramente. Fui hacia Marito y lo abracé. Lucila y Federico se habían cobijado debajo del paraguas y me miraban como si me hubiera vuelto loca.

Tomé del brazo a Marito y me acerqué a ellos.

-Él es Marito-dije.

Federico le dio la mano y Lucila vaciló un instante antes de besarlo.

-Me vino a buscar.

Y me sentía un poco avergonzada, como si de pronto me hubiera quedado desnuda frente a la mirada de dos personas peligrosas. Federico hizo un gesto de despedida con la cabeza.

-Vamos-le dijo a su hermana.

Tuve la sensación de que se habían subido al auto ansiosos por criticarme. No sé si esto lo pensé entonces o lo deduje después, cuando pasó lo que pasó, pero a veces parece que el tiempo no existiera para mí, que en un momento dado fuera capaz de sentir vagamente cosas que toman forma en un tiempo posterior, como si algo del futuro se filtrara en el presente.

-¿Son tus amigos?-dijo Marito mientras caminábamos hacia Maipú para tomar el colectivo.

-No-dije-. Ella está conmigo en la clase, pero no es mi amiga. Él es el flequilludo que imitaba Carmen cuando yo estaba triste porque nadie me sacaba a bailar ¿te acordás?

Marito se detuvo y me abrazó. Nos besamos.

-Estás empapada-dijo, se sacó la campera y nos metimos los dos debajo.

Seguimos besándonos. La lluvia sonaba contra nuestro paraguas improvisado y los coches pasaban por la calle, con un siseo, como reptiles gigantes.

Una hora más tarde, nos sentamos en una mesa en La Giralda, en la calle Corrientes. Yo llamé a casa y mentí. Dije que estaba en lo de una amiga nueva, inventé un nombre para que mamá no tuviera el teléfono y colgué antes de que me pudiera preguntar algo más, con la excusa de que la mamá de mi amiga necesitaba el teléfono. Una mujer de pelo muy corto se apoyó contra la pared y se quedó mirándome mientras fumaba. Sentí que se burlaba de mí. Marito había elegido una mesa junto a la ventana y me senté frente a él. La calle Corrientes estaba llena de gente. Corrían bajo la lluvia, se chocaban, se esquivaban, se apiñaban debajo de los salientes para guarecerse de la lluvia. Los colores de los colectivos brillaban a la luz de las marquesinas de los teatros, había mucho ruido, una mezcla confusa de voces y gritos y bocinas y músicas que salían de quién sabe dónde. Yo nunca había estado en un lugar tan ruidoso, tan lleno de gente distinta. Sentí que Marito me estaba llevando de la mano al corazón de una ciudad de la que yo sólo conocía un pedacito.

Pedimos chocolate con churros y nos tomamos las manos sobre la mesa.

-¿Nunca habías estado en la calle Corrientes?-dijo Marito cuando nos trajeron el pedido.

Yo había ido algunas veces con mamá al cine Los Ángeles, pero eso había sido hacía años, y seguramente no habíamos estado en la calle más de lo necesario para tomar un taxi. Marito nunca había ido al cine Los Ángeles.

-Cómo no vas a conocer la calle Corrientes-dijo.

Me encogí de hombros.

-Es como si fueras una extranjera en tu propio país.

Una gorda con un sweater verde muy apretado se acercó a pedirnos un cigarrillo. Se inclinó sobre Marito provocativamente mientras él buscaba un paquete que tenía en el bolsillo de la camisa. Yo nunca lo había visto fumar. Ella encendió su cigarrillo y nos tiró el humo encima sin dejar de mirarlo. Apestaba a tabaco. Se alejó contoneándose como un gato, con el jean mojado pegado a su enorme trasero.

-¿Qué caradura?-dije.

-¿Por qué? –dijo Marito -. No todo el mundo tiene plata para comprarse lo que se le da la gana.

Me acusó otra vez de vivir en una burbuja. Dijo que había mucha gente que vivía de manera muy distinta de la que yo conocía. Yo estaba muy consciente de eso, pero las monjas del colegio nos recordaban siempre que teníamos que agradecer a Dios por haber nacido en casas privilegiadas y nos machacaban desde la primaria eso de que era más fácil que un camello pasara por el ojo de una aguja a que un rico entrara al reino de los cielos. El comentario de Marito me hizo sentir otra vez afuera de su mundo, como si él y la gorda estuvieran de un lado de una pared y yo del otro. Ahora me parece que esa tarde fue el principio de una larga conversación que él y yo mantuvimos durante mucho tiempo, el principio de un diálogo en el que yo me iba a sentir invariablemente juzgada por él.

No creo que hayamos estado en La Giralda más de dos horas. Marito miraba todo el tiempo por la ventana, sus ojos iban y venían de mi cara a la puerta y de ahí a las mesas de al lado. Siempre lo había visto en la isla, concentrado en su pesca o en nuestras conversaciones, la mirada intensa y quieta, algo suelto en el cuerpo que yo admiraba en él. No reconocí a este Marito disperso, irritado. Parecía preocupado por la presencia de los demás, por las caras que entraban y salían de La Giralda.

Un rato después me acompañó hasta elcolectivo. No nos besamos al despedirnos. Desde la ventanilla de atrás lo vi enla parada, con su campera roja, sus piernas flacas, su cara tensa, distinta. Mehizo adiós con la mano y yo le contesté y apoyé mis labios sobre el vidriofrío. Me había hecho tan feliz que me fuera a buscar al colegio, pero no sabíaqué pensar de nosotros ahora. Por la calle, gente sin paraguas corría de un refugioa otro. En las paradas hombres y mujeres se subían al colectivo con el pelopegado a la cabeza, la lana de sus sweaters tenía olor a humedad. Yo mepreguntaba si esa noche iban a comer algo, si en su casa tendrían una cama secay caliente, si alguien los abrazaría y los haría sentir que la vida valía lapena. Y de alguna manera era como si los viera por primera vez.    

Piedra, papel o tijeraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora