CAPITULO VII: LA ENMIENDA

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Una mañana de tantas Aleksa se hallaba tumbada en la suave pastura, observando las nubes que se metamorfoseaban sin cesar en el cielo, en los últimos días extraños pensamientos iban de un lado a otro de su cabeza y no la dejaban vivir en paz. Y lo que más le sorprendía era el causante de dicha situación: Thillbert von Steinmeier; se sentía confundida por las cosas que lentamente empezaba a sentir en su corazón y por aquellas que creía que sentía: rechazo, desprecio, incluso odio. Daba vueltas sobre la yerba intentando descubrir la respuesta a lo que le sucedía, cuando de repente oyó a lo lejos, en el camino, el ruido de unos cascos que se estrellaban rítmicamente contra el suelo; casi contuvo la respiración pues dentro de sí sabía de quien se trataba... a ratos sentía que era su corazón lo que repicaba en la tierra, se escondió tras los matorrales, desde donde los cuales de un tiempo acá se escondía para verlo, ¡sí, para ver a Thillbert von Steinmeier! por más que se juraba día a día no hacerlo, no ir y no verle, era algo más fuerte que ella.

Para detestarlo y odiarlo tanto, siempre lo estaba mirando, él tenía el rostro triste y melancólico y parecía contemplar a lo lejos la plantación como si esperara por algo, porque eso llegara. Aleksa no entendía que le pasaba, trataba de mantenerse ocupada, trataba de ignorarlo, pero a la larga sentía que era imposible; lo sentía, parecía sentirlo llamándola desde los campos, así como sentía la fuerza de su presencia si lo tenía cerca, y cuando su mirada de ese azul tan extraño que ella no sabía adivinar se posaba en ella, sentía una punzada en el corazón. Ese día en la colina cuando él había dicho que bailaba como niña, no pudo evitar sentirse triste y desilusionada, le dolió no ser lo suficientemente mujer ante sus ojos y comprobar que a las claras ella seguía siendo el objeto de su molestia.

Pero también se preguntaba por qué...

Thillbert había pasado encerrado mucho tiempo y ya empezaba a hartarse, así que muy temprano ese día decidió acabar con su encierro voluntario, fue hasta la caballeriza y alistó el mismo su montura: era hora de dejarse ver nuevamente. Cabalgó lentamente por la villa mientras se deleitaba con la belleza del lugar que a esa hora estaba prácticamente desierto; observaba embelesado el cielo que se iba asemejando a un océano violeta y rojo, escuchaba los primeros cantos de las aves y aspiraba el gélido aire de la mañana. En ese momento se sintió pleno, libre y feliz; hacía tanto tiempo que esa tranquilidad no era parte de su vida y aunque ciertamente sus días y noches nunca habían sido demasiado sosegadas, ahora solo era cuestión de ver unos ojos cafés para que su mundo se pusiera patas arriba... y así se pasaron las horas casi sin notarlo, aquella villa a pesar de su humildad era hermosa y pintoresca, no creyó jamás encontrar tanta belleza en un lugar tan alejado del resto del mundo y que esa misma belleza indómita ahora era la que en secreto le hacía sufrir.

Siguió recorriendo los estrechos caminos como autómata y antes de saber lo que hacía, llegó al caserío donde ella vivía; casi pudo oír el tronido de su corazón al saberse cerca pero a la vez tan lejos de esa cara de niña berrinchuda que siempre le dedicaba miradas de rabia y rechazo. Nuevamente lamentó no haber podido enmendarse con ella y su padre por haberlos echado a la calle sin miramiento alguno, vio a lo lejos la humilde cabañita que por tantos años había sido su hogar y deseó con fervor que la vida le diera la oportunidad de hacer algo que pudiera demostrar que él no era el desalmado que ella juraba que era. Suspiró y dio la vuelta dispuesto a regresar a casa cuando una figura se le atravesó en el camino y le dio uno de los mayores sustos que podía recordar en su vida...

Cuando aquella silueta pequeña y menuda se puso frente al corcel asustándolo y haciéndolo encabritar, Thillbert pensó que tal vez estaba a punto de ser víctima de los ladrones que lo emboscaban a tan tempranas horas; sin embargo, al mirar con más atención notó que era un niño... uno al que ya había visto antes, como un rayo, el recuerdo de una mañana lluviosa, una mirada salvaje y un abierto desafío llegó a su mente: ese pequeñuelo fue el mismo al que estuvo a punto de golpear con su fusta, ese al cual Aleksa defendió tan férreamente. No supo por qué pero sintió que esa era la oportunidad por la que había estado rogando desde hacía tiempo, se apeó del caballo y miró con ternura al chiquillo que se veía tan asustado como aquella vez. Se agachó hasta quedar a su altura y le preguntó con amabilidad:

LIRIO SALVAJEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora