Capítulo 24

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Dio un trago a la bebida anecrosada de su recipiente, observando con los ojos endurecidos la camilla vacía. El vapor rodeaba sus tobillos, abrió sus mandíbulas ansioso por rugir, pero no se consideró capaz de ello. Cerró los ojos y se propuso volver al pasado, a los rituales breves, la castración, y luego el retiro en ayuno a las cuevas, su preparación, laborando como obrero. 

Su padre, uno de los grandes conservadores, era renuente a que Taun'dcha se volviera uno de la clase científica, lo había tomado de los tubos capilares a tirones y llevado hasta la sala orbe, donde un neófito blanquecino y de ojos rojos deambulaba en sus seis patas mordisqueando los huesos de la cena de hace un mes. La pálida criatura, a pesar de yacer encadenada y sin alimento, se alteró y soltó alaridos violentos abalanzándose en el aire como una serpiente.
El patriarca tomó un cuchillo y se lo dio a Taun'dcha esperando que hiciera lo que todo yautja haría. Ergo, le dio la espalda a su propio hijo dejándolo encerrado en la sala orbe, con el neófito...

Taun'dcha se negó a continuar recordando aquella tarde, intentó llevar a su mente otras imágenes, imágenes bellas, pero la camilla vacía regresaba tantas veces a su mente como podía imaginar.

Su hermano había matado al humano para usarlo como carnada para los humanos.
Cuando se dio cuenta, apretaba el puño con tal fuerza que las garras se le clavaron en la palma de la mano. Gotas de sangre fluorescente salpicaron el suelo.

Tembló, y sus ojos temblaron, eso no era justo, no era correcto, su hermano había enloquecido; lo que comenzó como una misión de exploración en busca del líquido negro se había vuelto una sangrienta farsa y dos de sus amigos se hallaban muertos, tanto el domador como el explorador-centinela. Todo se estaba yendo por la borda, todas las posibilidades, toda la seguridad...

Rugió levantándose y rompió la copa con la mano, los cristales fragmentos por todas partes salpicados de sangre.

Corrió agitando su túnica, corrió gritando y apretando los colmillos con tal fuerza que las encías le ardieron, corrió hasta la sala de trofeos del maldito de su hermano y tomó el cuchillo afilado.
Entró a zancadas y vio el casco del explorador muerto, el centinela sangrado cuya tarea había sido quedarse vigilando en la cabaña mientras ellos concluían la reparación de la nave evitando interferencias... La culpa era de aquel bastardo cuya máscara reposaba en el lugar de honor de una sala de trofeos nauseabunda y de primitivos ignorantes, mierda con corazón que salía a matar a otros planetas, la basura que tanto odiaba  pero que veía cuando se miraba en el espejo.

Taun'dcha sostuvo el cuchillo tan largo como una mochila y corrió apuntándolo hacia la máscara, tomó impulso y gritó empujando el filo.

Pero se detuvo.

La punta apenas tocó la mira láser del casco dañado por la explosión de una máquina.
Taun'dcha respiraba agitado y oía su corazón latir, tomó el casco y se lo puso como había hecho su hermano, dejó caer la navaja y encendió el visor.

Sus ojos vieron pasar el asesinato de los militares para conseguir refacciones, de dos pescadores... Avanzó adelantando la imagen y retrocedió al finalizar, retrocedió lento, lento y cauteloso, agolpando todo el odio en su interior.

Ahí estaba, el culpable.

Un humano, atacando al centinela, haciendo explotar un artefacto primitivo y desafiándolo sin temor. Lo escaneó, leyó sus signos vitales comprobando que estaba sano... Taun'dcha lo sabía, lo sabía desde un principio... Su hermano estaba airado, su hermano tenía sed de venganza y de sangre... Aquella maldita insatisfacción vengativa era la culpable, la indiscutible culpable del inminente fracaso de la misión... Se arrancó la máscara y la tiró rompiéndola, recogió el cuchillo y un mareo le dio vueltas en la cabeza, las manos le temblaban y sus ojos estaban cristalinos. Miró el cadáver disecado que guardaban en la sala, miró los cráneos, miró las pieles, miró las décadas perdidas, el oscurantismo, la tecnología estancada desde que les habían enseñado a los humanos a construir hasta la actualidad. 

Lentamente, pudo cernirse sin temor ante el trofeo disecado, extendió el cuchillo en lo más alto como hacían en los rituales de castración, y dejó a la inercia tomar iniciativa, clavó el puñal y se abrió el pecho de la criatura muerta, lo sacó oyendo los chasquidos óseos, volvió a enterrarlo, y siguió, gritando, apuñalando un cuerpo muerto hasta dejarlo desmembrado, lo tomó entre sus manos olvidándose del cuchillo y lo golpeó contra todo lo que pudo, lo pateó, le giró extremidades cuantas veces pudo, lo mordió y lo molió a golpes hasta reducirlo a cientos de trozos esparcidos por la sala de trofeos.


A lo lejos, invisible para el centinela de la base Hopkins, Schaefer frenó con las luces apagadas mientras Rodríguez cargaba su pistola alistándose para cumplir su objetivo.

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Tras el Rastro del Cazador | Predator #2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora