Capítulo dos.

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Sam me despierta con sus típicos chillidos matutinos anunciando el desayuno.

-¡Qué raro! Me alegro de que os toméis mi nacionalidad rusa con verdadera emoción -me siento frente a mi plato de huevos fritos, bacon y patatas y le doy un buen sorbo a mi zumo de naranja. Sam y Sabrina se miran y sueltan una risotada ante mi ataque irónico.

-Te encanta la comida americana... -intenta decir mi amiga estadounidense entre risas, pero yo sólo le entiendo <te... jaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa, comida americana>.

-¿Se puede saber qué es tan gracioso? -arqueo una ceja, malhumorada. Una de mis características al despertar es el mal humor, cabreos y enfados continuos, así como miradas cargadas de odio y reproche.

-Hoy estás especialmente guapa... -comenta Sam, entre carcajada y carcajada.

-Siempre. -hago una pausa para llevarme a la boca una tira de bacon -Comed. Tenemos un día muy largo por delante y no quiero que me estropeéis la jornada.

-Sí, señora -dicen al unísono y se terminan la comida en sus platos con extremada rapidez.

Después de recoger la mesa y ayudarles a limpiar la cocina (y aguantar más risitas tontas sin motivo, por supuesto), me dirijo a mi habitación para teñirme el pelo y ducharme.

Paso un buen rato bajo los chorros de agua caliente y refrescante. Una buena ducha siempre ayuda a despejar la memoria, Erik siempre me había dicho eso.

Mis pensamientos se mezclan. Recuerdos que yo quiero guardar bajo llave en un baúl y no abrirlo jamás; pero, desgraciadamente, soy incapaz, y tengo que revivirlos en lo más profundo de mi mente.

Era una ocasión especial. Lo sabía porque mis padres no aparecen por el orfanato a noser que sea mi cumpleaños o Navidad. Esta vez era Navidad.

Los dos aparecieron en mi habitación con una sonrisa en la cara y me abrazaron antes de quitarse los espesos abrigos y gorros de pelo. En Rusia por esa época hacía mucho frío. Y ellos, que estaban acostumbrados a viajar por climas cálidos, lo pasaban aún peor.

Me entregaron una caja envuelta en papel de regalo. Era pequeñita y alargada, y me deshice del papel cubierto de Papás Noeles para encontrarme la misma caja, sólo que de color azul oscuro.

-¡Ábrelo, Natcha, seguro que te gusta! -me decía mi madre, con ilusión fingida. Yo la imité, poniendo un falso brillo en los ojos y haciendo que abría el cierre emocionada.

Pero lo que me encontré dentro era digno de admirar.

Una cadena de plata sujetaba una "N" mayúscula con pequeños diamantes incrustados. Era precioso, y supe desde aquel día que ese collar no abandonaría mi cuello jamás.

Mi padre me ayudó a atarlo en la nuca y los tres nos miramos al pequeño espejo de la pared de mi habitación.

-Te queremos. Lo sabes, ¿verdad, Natcha? -dijeron.

-Sí. Lo sé -fue lo que les contesté.

Ahora el collar sigue en mi cuello. Nunca me lo quito excepto cuando me ducho o cuando me voy a teñir el pelo. Lo deposito sobre la encimera al lado del fregadero y deslizo una mirada rápida al espejo.

-¡JODER! ¡CABRONES! -chillo. Tengo todo el lado derecho de la cara pintarrajeado con rotulador de tinta permanente. A mis oídos llegan risas procedentes del salón y después pasos que corren dentro de mi habitación.

-¿Te hemos dicho ya que estás especialmente guapa?

-¡Seréis capullos! ¡Largo de mi habitación! -cierro la puerta del cuarto de baño de un portazo, pero eso no me impide oír las sonoras carcajadas al otro lado de la madera.

Diario de una espía©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora