3:15 a.m.

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Eran las tres de la madrugada.

Las tres de la madrugada era famosa, y no sólo en Beacon Hills, por ser la hora más tenebrosa del día.

La hora maldita, como algunas personas la llamaban, era una hora peligrosa. Tanto para humanos, como para el extraño mundo sobrenatural.

Los monstruos se movían con total libertad entre la penumbra de la hora maldita. Las personas se levantaban sin razón aparente al inicio de la hora maldita. La delgada línea que dividía al mundo sobrenatural del mundo humano se borraba al iniciar la hora maldita.

Aquella no era una hora para estar despierto. Y las razones eran perfectamente claras: Nadie que no quisiera escuchar ruidos extraños se quedaba despierto hasta las tres de la madrugada. Nadie que quisiera sentir miradas ocultas en la oscuridad se quedaba despierto hasta las tres de la madrugada. Nadie que quisiera sentir la paranoia correr por sus venas se quedaba despierto hasta las tres de la madrugada.

Eran las tres de la madrugada.

Pero no paso nada.

Una suave brisa levantó algunas hojas en una danza hipnotica. Sin embargo, aquello no era ninguna rareza.

"Rareza"

Aquella era una palabra lo suficientemente interesante como para detenerse un momento y pensar en ella.

Uno podía ser una rareza, para mal. Uno podía tener una enfermedad única, casi irrepetible e improbable cuya cura era desconocida. Uno podia tener manías sucias, tenebrosas y hasta dañinas que mantenía en secreto y que jamás le contaría a nadie. Uno podía ser señalado por su rareza. Uno podía ser una rareza, para mal...

Por otro lado, uno podía ser una rareza, para bien. Uno podía tener un tipo de voz difícil de encontrar y que resultaba embriagante. Uno podía tener un color de ojos muy peculiar y llamativo. Uno podía tener una interesante cicatriz. Uno podía tener un gusto por cierta clase de ropa, de libros, de música, muy buena pero poco reconocida. Uno podía ser una rareza, para bien.

Quizá la diferencia radicaba en el observador. Porque al final, uno siempre busca ser algo, o alguien, fuera de lo común.

Y eso, precisamente era el bosque de Beacon Hills.

La poca (pero realmente, muy poca) gente que visitaba el bosque de Beacon Hills en invierno aseguraba que el bosque tenía un aire mágico, idílico, fuera de este mundo. Algunos otros pocos (menos gente de la que lo visitaba) lo calificaban como la octava maravilla del mundo.

No mucho tiempo atrás un hombre lo bautizado como la "novena maravilla del mundo". Porqué la octava era un pay de queso y zarzamora que había provado en el restaurante de una señora llamada Maggie Barret muchos años atrás.

El bosque era incognoscible.

Era un punto medio.

Un anfitrión y al mismo una invitación que sólo permitía acceso a su misterioso mundo a un grupo muy selecto.

Una puerta que nadie podía abrir, sólo ella misma.

Un je ne sais pun.

Sin embargo, los habitantes de Beacon Hills lo calificaban de oscuro, siniestro, horrible y peligroso. Era del conocimiento común que a cierta hora de la noche no se debía entrar a él hasta que el sol volviese a regir. Especialmente a las tres de la madrugada. En ocasiones nisiquiera el sol ahuyentaba el poder de las tinieblas.

No había sido creado para ser un participante de la acción. Tenía dos deberes: Llamar a sus hermanos del mundo sobrenatural y ahuyentar a aquellos que no estuviesen listos para conocer la verdad.

Y, el segundo, si alguien le pedía un favor debía concedercelo. Era faro y una especie de pozo de los deseos sin derecho a negarse. Siempre y cuando tuviese suficiente energía para concederlo. Y aún más importante: si estaba dentro de sus posibilidades. Porqué era un árbol sobrenatural, y como tal tenía sus límites.

Aquello era algo contradictorio. En ocasiones el Nemeton podía sentirse omnipotente y en otras veces impotente.

Y para cumplir sus deberes, se le había otorgado el bosque como una extensión de su ser. Así que en cuestión, el bosque era el Nemeton

Susodicho tronco, había presenciado muchas cosas a lo largo de su larga vida. Excursiones, tiendas de campaña, adolescentes calenturientos, asesinatos, sacrificios, encuentros cercanos a la muerte...

Hacía mucho tiempo había salvado la vida de una druida al borde de la muerte. De haber estado un poco más herida no habría podido hacerlo.

En dos ocasiones le habían pedido favores con los cuales no se sentía del todo cómodo.

Sí, el bosque había visto muchas cosas. Y sabía que quedaban muchas otras por ver.

Eran las tres y diez de la madrugada.

Diez minutos desde que la hora del diablo había empezado; pero nada. Era algo sumamente inusual porqué segundos después de iniciar la hora maldita algo perturbador sucedia.

¿Sería esa noche la excepción?

Un rama se quebró.

Y luego otra.

Alguien había entrado en el bosque. Seguido de una brisa fría y cortante.

El Nemeton sintió que un árbol murió.

Un búho reparó en los forasteros y emprendió un viaje sin retorno fuera de Beacon Hills.

El invasor le pareció conocido y eso precisamente era lo malo. No era alguien que hubiese visto que estuviese para tomar fotografías. Lo recordaba porqué hacía poco ese alguien lo estaba buscando a él y alguien más.

Sólo que ahora no estaba sólo.

Eran tan semejantes y al mismo tiempo tan diferentes. Pero eran un todo.

Era la hora perfecta para un aquelarre.

Aquella noche llegaron intrusos a Beacon Hills. Intrusos que lo buscaban a él y su rareza. Y el bosque sabía a ciencia cierta que no lo buscaban para bien.

Eran las tres y cuarto de la madrugada.

Todo mi amor Donde viven las historias. Descúbrelo ahora