22. El trato

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Dos figuras se deslizaban en la oscuridad, avanzando entre ramas y árboles, preparándose para la reunión final con esos seres poderosos y a la vez monstruosos llamados gigantes. El que iba adelante, un ser con apariencia de humano pero con una piel gris y rostro serpentino, apretaba su varita con impotencia entre sus huesudos dedos, mientras el que iba atrás, un anciano de largos cabellos blancos y sin ojos, lo seguía de cerca como si sus años no le pesaran, esquivando los obstáculos sin necesidad de poseer la vista.

Cupidine caminaba silbando una melodía, como si se tratare de un paseo de campo, y aquel sonido estaba empezando a exasperar al mago más poderoso del mundo después de la muerte de Dumbledore. El Oráculo no tenía la menor idea del porqué el Señor Tenebroso había decidido llevarlo a la negociación con los gigantes, pero tenía claro que ya no gozaba del afecto –si así se puede llamar lo que le profesaba– del oscuro ser. Lo miraba con desconfianza, y prefería tenerlo donde sus ojos lo vieran, antes de dejarle en libertad como solía hacerlo. Sin embargo Cupidine, más que estar enfadado con el asunto, le divertía de sobremanera.

Desde que había puesto un pie en la tierra no se entretenía tanto, y quizás había sido porque a diferencia de sus pares, jamás había intervenido en la vida humana con tanta regularidad. Eso sí, las ocasiones en que lo había hecho, tanto en el mundo muggle como en el mágico, había dejado un increíble caos, partiendo por Troya, pasando por la crisis de Mao, el Holocausto, y terminando con la guerra mágica. Aunque él era humilde y jamás tomaría públicamente el crédito por ello.

–Viejo –escuchó de pronto.

El Oráculo se detuvo y siguió esa voz siseante para enfrentar a su interlocutor. No necesitaba verlo para saber, por su tono, que estaba furioso.

–Me estoy cansando de tu falta de eficiencia –soltó con un dejo amenazante–. Quiero que me digas, en este mismo instante, qué es lo que me depara el futuro. Sé que puedes verlo, porque puedo oler la traición a distancia, y apestas a ella. Así que confiésamelo ahora mismo, y después dame una buena razón para que no te mate.

Cupidine sonrió con los pocos dientes que le quedaban, y tardó unos segundos en tomar la palabra, para responder con una tranquilidad exasperante.

–Tom, si realmente pudieras matarme, sólo lo harías, no me pedirías razones para hacerte cambiar de opinión –dijo, encogiéndose de hombros–. Sin embargo, escúchame bien, que sólo lo diré una vez, difícilmente puedo traicionarte. Sólo soy un servidor del destino, un ente imparcial a quien le importa muy poco quien gane o pierda. Y con respecto a ti, aún la balanza no se inclina para ningún lado, no hay un final decisivo, al menos no por ahora. Tal como te lo dije años atrás, te lo repito ahora: Malfoy sigue siendo la carta bajo la manga, el comodín, y si bien, seguiste mi consejo, el muchacho aún posee humanidad, no lograste aniquilar esa parte de él. Ahora ya es tarde para enmendarlo, pues cualquier cosa que le hagas puede lograr que se vuelva contra ti. Es una bomba de tiempo que te puede explotar en la cara de improviso, y mandar todo tu plan de conquista, si me perdonas la expresión, a la mierda.

Voldemort gruñó, y sin proferir otro sonido, se volteó para seguir su camino a grandes zancadas.

No permitiría que un ser insignificante como Malfoy ocasionara su perdición, y menos aún dejaría que un viejo ciego y desdentado le siguiera aconsejando lo que debía hacer o no. Él era Lord Voldemort, el mago más poderoso de todos, y si quería, así como pudo burlar a la muerte más de una vez, podía burlar al destino. Así que tomó una rápida resolución. Cuando llegara el momento preciso, no sólo eliminaría al Oráculo, sino que también a ese sirviente que por tantos años había sido útil y cobrado vidas a su nombre, pero que ahora le empezaba a molestar como una piedra en el zapato.

Tu VerdugoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora