11. Recuerdos y confesiones

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Se sentía incómodo, fuera de lugar. Esa lucha no era suya y estaba experimentándolo en carne propia. No quería alzar la varita en contra de nadie, después de todo, la gente que en esos instantes estaba en Diagon Alley solo eran inocentes; pobres diablos que jamás imaginaron que un día de compras cualquiera podía terminar siendo el día en que encontrarían su muerte. Todo por una casualidad del destino. Todo por una arbitraria decisión.

Cada hechizo que conjuró fue para defenderse, y lanzó uno que otro poco importante para que no se notara que estaba evitando luchar. Eso equivalía a una muerte segura, una muestra de deslealtad a la causa que se pagaba con sangre.

En eso estaba cuando creyó oír su nombre a la distancia de unos labios que jamás había escuchado, o al menos, eso creía. Trató de ubicar el origen del sonido, pero los constantes gritos de pelea y dolor invadían sus oídos sin poder evitarlo.

"Diablos", pensó. Era improbable que alguien lo estuviera buscando en ese barullo, donde se suponía que solo los mortífagos sabía que él estaba.

–¡Theodore! ¿Estás aquí? ¡Respóndeme, por favor! –escuchó a su izquierda, a unos metros de distancia.

El encapuchado volteó tan rápido la cabeza que se mareó. Lo primero que vieron sus ojos fue a una mujer joven, blanca como la nieve, de largos y desordenados cabellos dorados, cuyos ojos reflejaban desesperación.

"Me busca... ¿a mí?" Se preguntó confundido. Jamás la había visto en su vida, sin embargo, su corazón de pronto comenzó a latir con más fuerza, llenándose de una sensación cálida, tan agradable como si estuviera siendo acunado por un rayo de sol.

Comenzó a avanzar automáticamente hacia a ella, ignorando al resto del mundo como si sólo existieran ellos dos. Era tan extraña y familiar a la vez que lo confundía terriblemente. Su alma deseaba recordarla, pero su memoria se resistía a evocarla.

La muchacha no tardó en notar su cercanía, y lo primero que hizo fue apuntarlo con la varita, creyéndose en peligro. No obstante, no tardó en bajarla, esbozando una tímida sonrisa en sus delgados labios.

–¿Theo? –susurró esperanzada, con los ojos repletos de lágrimas–. ¿Theodore, eres tú?

Él sintió como la sangre comenzaba a correr más rápido por sus venas. ¿Alguien lo estaba buscando? ¿Alguien podría alegrarse de encontrarlo a pesar de ser parte de un grupo de asesinos?. Los orbes de aquella mujer irradiaban un cariño que jamás había experimentado, ni siquiera por parte de sus padres. Se sintió desnudo, débil.

–Cómo –esbozó en un hilo de voz.

Quería preguntarle cómo lo conocía, cómo sabía que estaba ahí, cómo suponía que detrás de esa máscara plateaba se encontraba él, pero no tuvo necesidad de ello, pues como si le hubiera leído los pensamientos, ella dijo.

–Eres tú –aseguró con una sonrisa–. Podría reconocer esos ojos donde sea.

–¿Te conozco? –esbozó confundido, sintiendo como su cabeza comenzaba a doler una brutalidad, llevándose la mano a la nuca adolorido.

Un quejido se escapó de su garganta. Era como si su cerebro estuviera siendo atravesado por mil dagas, que pretendían partírselo en dos.

–¡¿Qué tienes?! ¡¿Te duele algo?! –preguntó ella desesperada, tratando de acariciarlo con sus pequeñas manos.

Pero él no la dejó. Dio un respingo y de un brinco retrocedió, mirándola con desconfianza sin quitarse la mano del lugar. Pero fue en esa maniobra que notó como otro mortífago se acercaba a toda velocidad, con claras intenciones de terminar con la vida de aquella hermosa mujer que estaba tan concentrada en él, que no se había percatado de la situación.

Tu VerdugoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora