39. Alianzas convenientes

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Los minutos pasaban y Pansy aún no volvía a buscarlo, lo cual lo ponía sumamente ansioso. Caminaba impaciente de un lado a otro con las manos afirmadas a la espalda, preguntándose si era prudente permanecer a la vista o si debía agazaparse nuevamente hasta que ella apareciera. Mal que mal, todos querían un pedazo de él y él no tenía ánimos de morir aún. Al menos, no hasta asegurarse de que Luna y su pequeño estuvieran fuera de peligro.

Elevó la varita con rapidez cuando vio la silueta de un anciano sentado en una roca a unos tres metros. ¿En qué momento había aparecido? Theodore podía jurar que antes él no se encontraba ahí, ya que conocía ese sitio de memoria después de tantas horas de permanecer ahí. Avanzó hasta el viejo sin bajar su defensa y con el ceño fruncido.

–Hola, joven –soltó de súbito su inesperado acompañante, girando su arrugado cuello para enfrentarlo–. ¿Podrías guardar esa varita? Le vas a picar el ojo a alguien. No a mí, claro, que yo no tengo, pero igual podrías provocar un accidente.

–¿Quién diablos es usted? –espetó desconfiado.

–Si me dieran un galeón por cada vez que escucho esa pregunta... –suspiró con cansancio–. Tengo varios nombres, pero puedes llamarme Cupidine. Soy un oráculo. Basta con que sepas eso.

Theodore se sintió confundido. Alguna vez durante su niñez escuchó de su madre historias fantásticas de seres extraordinarios e inmortales, que miraban desde afuera el tiempo transcurrir. Estos entes, según ella, usualmente no se involucraban en asuntos humanos por considerarlos irrelevantes, sin embargo, cuando el aburrimiento lo ameritaba, jugaban con aquellos insignificantes mortales, alterando sus vidas por completo solo porque podían hacerlo.

No obstante ello, ese anciano decrépito distaba mucho de la imagen mental que se había formado a través de aquellos cuentos, aunque con el paso del tiempo Theodore aprendió, de la forma más dura, que nada era lo que aparentaba.

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Ni siquiera él mismo.

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–Si eres un oráculo, podrás decirme qué demonios ocurrirá –soltó, sin bajar la varita–. Si podré volver con Luna y mi hijo.

–Lo lamento mucho, pero no puedo –confesó en una exhalación–. Mi intervención en este mundo desde un principio lo ha jodido todo. Tal como te dijo alguna vez tu madre, quise jugar un rato y sólo dejé un desastre que no para de aumentar cual bola de nieve, a pesar de que he tratado de enmendar el rumbo del destino. Ahora ni el futuro puedo ver. Los hechos, los escenarios cambian radicalmente a cada segundo. Cualquier cosa puede pasar.

Theodore palideció ante la mención de su madre. Él jamás le había comentado a nadie sobre el punto, es más, omitía hablar de ella por el dolor que le causaba el hacerlo. Sin importar cuántos años transcurrieran, aún le ardían las entrañas por su pérdida.

Era curioso. Sus padres parecían la mezcla perfecta del bien y el mal, tan distintos que le costaba creer que alguna vez estuvieron enamorados. Es más, consideraba más probable que su padre se obsesionara con su madre y la hubiera obligado a estar con él, a que haya sido algo voluntario, pues ninguno de los dos jamás le había comentado cómo se conocieron, ni menos cómo llegaron a estar juntos.

–Las ironías de la vida. Un oráculo que no puede predecir el futuro –lamentó en voz alta el viejo, interrumpiendo el hilo de sus pensamientos–. Lo que sí te puedo decir, aunque no sé si sirva de algo que lo sepas, es que en el resto de líneas temporales has podido sobreponerte a lo que significa llevar el apellido Nott en la sangre. Lo has logrado con éxito, aunque no sin traspiés... Sin embargo, en esta, con esa porción de alma de Grindelwald en tus entrañas, estás irremediablemente corrompido, podrido hasta el centro. No fue mi intención que eso ocurriera, fue un efecto colateral y por eso te pido disculpas.

Tu VerdugoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora