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No. Me negaba en redondo a perder la oportunidad de ver el rostro de ____, no quería regresar a la oscura vida que hasta entonces llevaba, vida solamente iluminada por la luz de ________. No quería que todo aquel dinero gastado en esa operación no sirviera de nada. No quería que todo, todo por lo que había luchado para llegar hasta allí se fuera por la borda. Si algo tenía, era fe.

Y además, quería tener la capacidad de poder enfrentarme a mi padre, mirarlo a los ojos fijamente y decirle que no lo necesitábamos, que podía regresar por donde vino y que, aunque mamá padecía su ausencia, lográbamos sobrevivir sin él.

____ me besó suavemente en un eficaz intento de hacerme volver a la realidad, la conocía demasiado bien como para saber que intentaba distraerme de ideas fatalistas. Y lo logró. Pronto sólo podía pensar en tratar de seguir respirando y debí recordarme a mí mismo que me encontraba en un hospital, más precisamente acostado sobre una camilla recuperándome de una operación de lóbulo occipital.

-¿Sabes a qué hora me quitarán las vendas? Ya no puedo soportarlo -pregunté un segundo después, cuando el silencio nos embargó.

Ella guardó silencio mientras se acomodaba en mi cama, a mi lado.

-Al mediodía, según el doctor. Ni bien despiertes -me contó.

-¿Y qué te hace pensar que voy dormir? -dije sólo para escuchar qué respondía.

-No es algo discutible, amor -me retó con ternura-, puedo sedarte. Ya tengo autorización para hacerlo cuando crea conveniente.

-Ok, ok -acepté y ella rió -. Entonces, nos vemos al mediodía -susurré deseándolo con todas mis fuerzas y apretándola contra mí.

Me dio un beso corto y me dispuse a dormir, o al menos a intentarlo.

Esa noche tuve un sueño de lo más extraño, uno que hasta entonces no había formado parte ni siquiera de algún pensamiento consciente, pero que por alguna razón, me resultaba una ilusión bastante atractiva.

Me encontraba de pie delante de mucha gente vestida con ropa elegante, todos sentados en bancos de madera de cedro. De entre las personas de la primera fila reconocí a mamá, a ella y a su pelo color castaño, ojos verdes aceitunados y sonrisa dulce, estaba al borde de las lágrimas y sabía que no faltaba mucho para que comenzara a llorar. A su lado había una mujer de pelo negro, hoyuelos a ambos lados de una sonrisa casi tan amplia como la de mamá y tomaba de la mano a una niña que le llegaba por la cadera con el mismo color de pelo y pequeñas flores blancas entre sus cabellos, que me saludó con la mano y un par de saltitos en cuanto me fijé en ella. El hombre de gesto adusto que se sentaba en el extremo de aquellos bancos me sonrió débilmente y asintió con la cabeza en mi dirección como gesto de aprobación. Le devolví la sonrisa.

Me sentí nervioso, no conocía a la mitad de aquel gentío y la otra mitad hacía que me estremeciera de emoción.

Estaban los chicos, Ry y Nol en el primer banco del otro lado de un pasillo ornamentado de flores blancas, vestidos de impecable etiqueta y levantándome el pulgar al mismo tiempo. Busqué a Chaz y lo encontré a mi lado, cuando colocó una mano en mi hombro y me dio un apretón antes de decirme:

-Estamos contigo, amigo.

También yo vestía de traje, uno negro de tres piezas que hacía que me sintiera incómodo, miré mi rostro en el brillo de mis zapatos también negros y me vi con los ojos cristalinos.

De repente, un piano comenzó a sonar en todo el recinto: una Iglesia, grande y llena de las mismas flores que adornaban los bancos. A mi lado, un sacerdote vestía sus hábitos blancos y violetas, tenía un libro en la mano y lentes redondos colgando de su nariz. A mi espalda observé al Cristo crucificado.

Luz de medianoche.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora