Blanco de nuevo... y arrugas grises paralelas. ¿Eran las sábanas? Los cerré de nuevo y los volví a abrir, no quería dejar lugar a dudas.
Efectivamente, eran las sábanas que cubrían mis piernas.
Veía. Veía colores y texturas, lograba diferenciar las telas pulcramente lavadas de mis sábanas de la piel de la mano que descansaba sobre mi regazo. Sonreí imperceptiblemente, tampoco quería ilusionarme por alguna ilusión creada por mí mismo.
Moví la cabeza hacia un lado. Encontré mi otra mano, con los dedos entrelazados a otros más delgados y cuyas uñas estaban pintadas de rojo. Los seguí hasta encontrarme con un rostro distorsionado.
'No ahora. No podía fallarme ahora, por favor.'
Parpadeé dos veces antes de intentar enfocar el rostro a medio metro de mí. Reconocí esos ojos verdes mieles, los habría hecho aunque nunca los hubiera visto, yo tenía unos parecidos, los había heredado de ella, en un rostro angelical que dudaba entre una sonrisa y un interrogante.
No podría describir la sensación que en esos momentos me invadía, decir que estaba eufórico era quedarse corto, pero al mismo tiempo estaba tranquilo, pues me obligaba a mí mismo a estarlo. Quería gritar y agradecer, y me sentía incapaz de hacer cualquiera de las dos cosas. Las sensaciones se agolpaban todas juntas en mi pecho sin permitirme siquiera exteriorizar una sonrisa. Era inmensamente feliz.
El pelo de mamá se mantenía del mismo corte que recordaba, el mismo tono de marrón y las arrugas de la risa aparecieron en las comisuras de sus ojos cuando una media sonrisa se asomó en sus labios.
Sonreí con ganas.
-¿Mamá? -pregunté levantando mi mano libre hasta colocarlos sobre sus mejillas cálidas.
Sus ojos empañados se humedecieron del todo cuando ella rió entrecortadamente y se apresuró a abrazarme.
Podía sentir sus mismas lágrimas acumulándose detrás de mis ojos y formando un nudo en mi garganta.
Hundí mi rostro en su hombro al tiempo que mis manos la apretaban suavemente por la espalda, la escuchaba sollozar tenuemente en mi cuello.
-¡Mamá! -exclamé extasiado.
¡Podía ver!
-¡Hijo, puedes verme! -dijo ella con la voz quebrada cuando se separó de mí y acariciándome las mejillas-. ¡Te lo dije! Te lo dije... -canturreó ella.
Le sequé las lágrimas con mis dedos mientras ambos empezábamos a reír en medio del llanto. Parecía tonto que nos pusiéramos a llorar en un momento tan hermoso.
Hasta que mamá calló y me regaló una gran sonrisa blanca, se dedicó a mirarme todo un minuto, igualmente por mi parte. Quería memorizarla.
Luego miró algo a su espalda y después de darme un beso en la frente se alejó de mí, ubicándose en una silla de tapizado celeste a mi lado. Se había sentado a esperar.
Miré por un segundo al doctor Mayer, las palabras no me alcanzaban para agradecerle todo lo que había hecho por mí. Por primera vez en lo que llevaba de conocerlo, lo vi sonreír. Su intachable postura de médico, inmutable y tranquila, se había resquebrajado en una sonrisa amplia.
Cerré los ojos antes de dedicarle una mirada, una de las primeras después de tanto tiempo, a aquella mujer que me había robado el sueño, el corazón, el alma y no pensaba pedírselos de vuelta. Todo era poco para ella.
Agaché la cabeza y tomé aire hasta que mis pulmones estuvieron llenos, conté hasta tres y levanté la vista hacia el frente, hacia un rincón y allí había una muchacha que dejaba una bandeja plateada llena de gasas sobre una mesa alta.
Ella atrapó mi mirada y se llevó la mano al cuello, al dije en forma de estrella que colgaba de una fina cadena de plata. Una que yo había regalado en Navidad, que tenía escrito una verdad inmensa en dos palabras: 'Te amo' y que mamá había elegido un par de días antes en una joyería.
Ella tenía miedo, lo veía en su rostro aniñado y tierno, sus ojos verdes grisaseos -enmarcados en espesas pestañas negras- brillaban tensos y percibí que luchaban por desembarazarse de los míos, no lo permití.
Ella quería agachar la cabeza al suelo, lo sabía aún con la tenue luminosidad de la habitación. El sonrojo comenzó a subir por sus pómulos marcados y se vio como la criatura más adorable del universo.
La joven estáticamente parada del otro lado de la habitación tenía el pelo castaño oscuro y sedoso, recogido en una cola de caballo y cuyas mechas caían sobre sus hombros hacia delante, contrastando con su impecable uniforme blanco. Uniforme que se ceñía a su cuerpo proporcionado, a sus curvas y elevaciones. Parpadeé, parecía una ilusión, parecía una estrella brillando más que cualquier otra cosa dentro del cuarto, una estrella que me cegaba maravillosamente.
Ella se mantenía tensa, rígida, no sonreía y en su rostro divino podía dilucidar un gran signo de pregunta. Estaba preocupada.
Ella... era hermosa.
¿Ella era mi ____?
Paseé la mirada por toda la habitación en busca de alguna otra persona. No había nadie más, sólo mamá, el doctor Mayer, la divinidad parada en la esquina y yo...
Miré a mamá, urgido y sin poder hablar. Mamá asintió con una media sonrisa. Volví mi mirada a la escultura frente a mí.
-¿__? -la llamé casi sin voz. Ella tensó sus ojos un poco más, seguía temerosa, como si temiera el porqué me dirigía a ella. No le haría daño, de ninguna manera. Entre nosotros... era yo el vulnerable-. Acércate, por favor -pedí al tiempo que extendía una mano hacia ella, descubrí que estaba temblando.
Ella caminó vacilante y lento hasta colocarse del lado contrario de la cama en el que estaba mamá, se quedó inmóvil frente a mí y ya de cerca la contemplé.
Me quedé sin aliento. Si de verdad resultaba ser mi _______... me sentía muy mal, mi imaginación no había dado para tanto, no habría podido de ninguna forma poder inventar una figura como ella. ¡Era tan estrecho de mente!
Ella tomó mi mano y se agachó hasta ponerse a mi altura. En ningún momento despegué mi mirada de la suya. Estaba maravillado, me sentía hundir en las profundidades de aquel chocolatoso mar y no me importaba ahogarme. De hecho, incluso podía sentirme de ese modo. Perdido, ¿qué quería preguntar?
Coloqué mi mano libre en su mejilla y por primera vez, cerré los ojos. Ahí estaba aquella oscuridad amiga mía, no la extrañaría.
Con mis dedos delineé los rasgos de la muchacha frente a mí, sus mejillas, su nariz, sus cejas y sus párpados, sus labios finalmente, el aliento cálido salía expulsado con rapidez. Sonreí abiertamente, conocía esas facciones de memoria.
-Eres tú -musité deslumbrado abriendo mis ojos otra vez.
Ella también sonreía, tímidamente pero lo hacía. Ella era _______.
-Mucho gusto, señor Bieber -pronunció ella con voz dulce y la última pieza del rompecabezas cayó en su lugar por inercia.
Me lancé a sus labios con ferocidad y necesidad.
Era ella, era mi ____.
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Luz de medianoche.
RomanceLa vida es dura, te quita todo hasta que la escuchas reír maquiavélicamente en tu cabeza, disfrutando de tu dolor. La vida es injusta, difícil, cruel y vacía… lo es cuando una oscuridad te cubre de pies a cabeza expandiéndose a todo cuanto mundo exi...