Albert deslizó suavemente con sus dedos los delgados tirantes del camisón de seda de Candy, besó despacio sus hombros extasiado con el toque de sus labios sobre la piel de ella, recorrió su cuello y sintió como se erizaba toda ella en sus brazos.
La levantó y Candy rodeó con sus piernas la cintura de Albert y con sus brazos su cuello, él la recostó en su cama mientras se besaban con ternura, despacio, deleitándose en la humedad, suavidad y sabor de los labios.
No tenían prisa, la lluviosa noche de tormenta era el contexto ideal para estar juntos.
Candy era feliz mordiendo suavemente los labios de Albert, dejaba que él profundizara con su lengua y ambos disfrutaban el sabor de sus bocas, las manos de él hacían un delicado recorrido desde sus muslos hasta sus caderas, desde sus pechos hasta su vientre. Albert besó todo su cuerpo desnudo y mientras lo hacía a su mente llegaba un pensamiento:
"Aún no, aún no es tiempo"...
Bajó con sus labios desde su boca hasta su cuello, su vientre y su sexo, mientras con sus manos masajeaba delicadamente los senos de ella.
"Aún no, espera"...
Albert dudaba, la voz en su mente le gritaba detenerse pero sus instintos lo hacían seguir.
-Candy...
-¿Qué pasa Albert?
Contestó ella nerviosa mientras lo observaba en algún momento besar todo su cuerpo y al otro cerraba sus ojos dejándose llevar por el placer que por primera vez en su vida estaba conociendo.
La tormenta seguía, los fuertes truenos disimulaban los sonidos que hacían con sus cuerpos y las graves exhalaciones que emitía Albert o los suaves gemidos de ella.
Albert besó cada parte del cuerpo de Candy y ella imitó lo que su amado hacía.
Se colocó sobre él y sintió entre sus piernas la clara invitación a entregarse por completo.
Ambos se perdían en el placer de sentir la humedad y el delicioso roce de sus sexos..
Albert contemplaba la silueta sobre él y le parecía un sueño estar así, Candy, el amor de su vida en esa noche perfecta. No era sexo como el que había tenido antes, ahora era todo diferente; cada beso, cada caricia le erizaban la piel y lo llevaban al cielo.
Candy sabía que jamás olvidaría esa noche; los besos, las caricias, la grave y ronca voz de Albert diciéndole al oído cuánto la amaba y cuánto la deseaba, los olores, los sonidos, el calor, la luz blanquecina que entraba por la ventana y le hacía admirar la desnudez del fuerte hombre que estaba a punto de convertirla en su mujer, para siempre.
Albert se posicionó sobre ella y despacio separó sus piernas.
El momento llegó, Candy sentía como una parte de él comenzaba con dificultad a invadirla en lo más íntimo, su agitado corazón latía rápidamente. Un ardor punzante le recorría en su interior y tuvo miedo, pero se aferró a Albert y lo abrazó fuerte. Cerró sus ojos y pensó que era el momento más glorioso de su vida, estaba entregándose por completo al amor.
Albert se estaba perdiendo en un profundo abismo del más inmenso placer que jamás había sentido, sentía sus latidos dentro de ella, sentía el calor y la alegría de pertenecerle a quien su corazón ya le pertenecía también; consideraba a Candy la más valiosa del universo, la más bella, la más buena.