Capítulo 3: Artemisia

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Sentí un frescor recorrer mi cuerpo. No era el frío del invierno, ni si quiera el que se siente cuando estás enfermo o malherido y ya no puedes apreciar todas las funciones de tu ser. Era un frío traído por tambores, tambores en la oscuridad y una voz que no parecía de este mundo. No era ni grave, ni aguda. Ni afinada, ni desafinada. No era humano, pero tampoco estaba segura de que fuera divina. Sólo sabía que su canto hacía que se congelara mi alma. La agarrotaba con su frío, como si fueran unas cadenas incandescentes.

Hablaba en un idioma antiguo. Una lengua extranjera pero que me era familiar.

Susurraba cosas que no quería escuchar. De verdades que atravesaban mi corazón.

Abrí los ojos de golpe.

Arrugué el ceño y solté una maldición en voz baja, pues me había quedado dormida en el incómodo sofá del salón. El fuego de la chimenea se había consumido, y ya solo quedaban cenizas y un débil humo gris. Un gris muy parecido al color de los ojos de los miembros de la familia real, ya que todos ellos nacían con esa peculiaridad.

Todos ellos.

Me masajeé el cuello, intentando olvidar los horribles pinchazos que lo recorrían. Había amanecido pero la casa no estaba muy activa aún, solo podía oír pequeños cuchicheos en diferentes idiomas. Francés, italiano, castellano...

Hacía mucho tiempo que no tenía una pesadilla. Normalmente eran sobre la caída de mi casa. Otras veces era sobre ojos, unos ojos azules grisáceos. Pero gélidos como témpanos de hielo. Los había visto una vez, solo una, pero no hizo falta más tiempo para que se incrustaran en mi retina.

Sacudí la cabeza.

Debía olvidar todo aquello y seguir con mi papel.

Suspiré.

Me levanté del sofá.

-¡Buenos días, lady Blackwood!

Aquel grito me despertó por completo.

Eran los jóvenes de la noche anterior, aunque había otros que no los reconocí. La joven muchacha que no apartó su mirada de mí, estaba allí también. Era bastante agraciada. Cabello oscuro y sedoso, piel pálida y tersa, con unos ojos almendrados y unas manos largas y finas, dignas para tocar un piano. Toda una belleza inglesa. Y no entendía por qué me desafiaba con sus ojos.

Dos de los jóvenes portaban bandejas con una tetera de porcelana que olía a earl grey y varios platos con fruta, pastas y mermelada.

-Oh, buenos días.-dije confusa.

-¿Ha dormido bien, mi señora?-dijo el joven que parecía el líder.

Solté un bufido que les sorprendió a todos.

-Claro, gracias por preguntar.

-Queríamos agradecerle lo que hizo por nosotros la pasada noche.-el chico le pegó un codazo a su amigo y éste carraspeó.

-Sí, estamos muy arrepentidos. Jaime y Reed nos dijeron que nos quedáramos en la casa, pero hemos llegado hace muy poco y queríamos ver el atardecer.

-Pues sus amigos les advirtieron bien. Está prohibido salir cuando ya está oscuro, e incluso está penalizado con la traición.-dije severamente.

-¡Por eso mismo, mi señora! ¡Se lo agradecemos eternamente! ¡Si alguna vez requiere de ayuda, nosotros se la brindaremos siempre!

A la chica sin nombre no le simpatizó la idea de su colega pues arrugó su nariz. Y aquello me estaba molestando ya. Me acerqué a ella en silencio, en un susurro. Se sorprendió de mi acto y noté como su pulso se aceleraba. Me tenía miedo.

Los pecados de nadieDonde viven las historias. Descúbrelo ahora