El viento era mi hermano, como Fujin, y acariciaba mi armadura como si fuera una antigua amante, con delicadeza, con cariño, en cambio el cielo era otro cantar. Grandes manos producían el ruido de los truenos encima de nuestras cabezas, como si estuvieran tocando un arco de tambores, unos taikos. La lluvia caía con rabia, como si quisiera arañar nuestros rostros.
Bajé la mirada del cielo, extasiado de tanta belleza, hasta el suelo, donde había un falso dios. El falso dios tenía ojos, pero no podía ver, tenía boca, pero no podía hablar. Cubierta del cuerpo de una mujer, pero apenas podía alcanzar la mortalidad. Bañada por su propia sangre, con la antiguada armadura del Valhalla, rota como si hubiera entrado en Helheim después de una dura batalla. Su lanza no se había tocado pues era sagrada, incluso para Neptuno y para mí.
-Arrepiéntete de tus pecados, hermana, y seré indulgente con tu penitencia.
Freyja tiritó una vez como si fuera una hoja en otoño y tosió varias veces, hasta que con su última tos me escupió sangre negra en mi calzado. Estiró los brazos y con un grito sobrehumano se apoyó en el suelo, para alzarse y al menos quedar de rodillas. Tenía todo el cuerpo manchado de barro, hojas aplastadas y su propia sangre. Su casco se lo habíamos quitado y tirado a un lado, para que acto seguido Neptuno le hubiera golpeado durante media hora de reloj como si no fuera más que un estúpido pez koi. Después había golpeado mis tambores y varios rayos atravesaron su cuerpo, chamuscándolo, quemando su carne y espíritu.
-Nos avisaron de que atacaste al clan de Las Sombras de la Noche.-desenvainé mi katana y coloqué la punta afilada debajo de su barbilla, para que no osara apartar la mirada. El poco color que quedaba en el cuerpo de Freyja desapareció al ver mi arma.
Mi katana era la mágica espada Ame no Murakumo no Tsurugi, <<la espada de las nubes rodantes>>, la espada que siglos atrás había utilizado la gran diosa Amaterasu para limpiar Japón de demonios. Tiempo después la espada se rebautizó con el nombre de Kusanagi no Tsurugi, <<la espada que corta la hierba>>. Aquella hoja fue otorgada, al final, al Emperador, el representante en la tierra de Amaterasu y era uno de los objetos más antiguos y queridos de la nobleza japonesa.
Yo entendía a Tsurugi y ella me entendía a mí, no se distinguía donde acababa mi brazo cuando la portaba pues era una extensión más de mi cuerpo. Desde el primer momento en que posé mis ojos en ella, supe que me pertenecía. Era un honor llevarla en mi cintura por lo que también era un honor sesgar vidas con ella. Freyja sabía perfectamente que cuando yo arrebataba la vida de alguien con ella, esa persona había hecho algo verdaderamente horroroso y, por lo tanto, necesitaba extirpar sus pecados con Tsurugi como tiempo atrás lo hizo Amaterasu.
-Atacaste a esos brujos sin nuestro permiso.-Neptuno soltó un gruñido, apretando con fuerza su tridente.- Atacaste sin mí permiso, hermana. Confiesa y arrepiéntete de tus pecados antes de que el mal invada tu cuerpo.
-Impuros.-susurró.
-¿Cómo?
-Son impuros. No merecen estar ni un minuto más en Midgard.
Arrugué el ceño.
Sin bajar mi katana en ningún momento, con mi mano izquierda desenganché las sujeciones de mi casco y me lo quité de la cabeza. Al tirar hacia arriba, toda mi mata de pelo blanco que estaba oculta por mi yelmo, cayó como una cascada por mis hombros hasta llegar más debajo de mi cintura.
-¿Tengo que volver a explicarte que son los impuros, hermana?-le rugí, mientras le enseñaba mis afilados colmillos.- Hermano.
-Sí, Raijin.-dijo Neptuno detrás de su casco romano.
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Los pecados de nadie
Fantasy¿Quién es el verdadero pecador? ¿La chica? Ella solo quiere justicia por los seres queridos que perdió. ¿El asesino? Él solo quiere vengar al amor de su vida. ¿La madre? Ella solo quiere seguir con las tradiciones de la familia. ¿La bastarda? Ella n...