Capítulo 1: Artemisia

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Mi nombre, mi verdadero nombre, proviene de un antepasado mío muy lejano. Ella, según mi madre, no fue tan fuerte como la hermana bastarda de ésta, pero fue lista y no dejó que nadie la manipulase, aunque eso fuese su perdición. Se juntó con la gente equivocada y hay quien dice que la guerra fue iniciada por ella.

Realmente no lo creo así. Los humanos, esas criaturas tercas y poco obedientes, siempre han gritado por sus derechos y la libertad. Excusa que utilizan para matarse entre ellos. No los culpo. Está en su ser, en su código hacer eso. Como está en el mío ser su cazador, su mayor oponente. Así que estoy segura de que mi otra yo, la del pasado, no inició nada. Ella solo se manifestó contra la corriente. Y lo diferente siempre es peligroso.

Desde entonces, mi familia ha estado escondiéndose de lo que nosotros llamamos las sombras. Nuestros amigos, nuestros vecinos, aquellos que eran como nosotros se volvieron en nuestra contra, aliándose con el enemigo. Ganándose ese nombre.

Su caza duró unos cuantos siglos hasta que un día, al ver que el apellido de mi familia estaba casi extinto, decidieron dejarnos para que el curso de la vida hiciera mella en los pocos que quedábamos. Por lo que tuve una infancia tranquila y feliz en Milán, rodeada de mis seres queridos y su amor por mí hasta que, a mis dieciséis años, tuve que correr porque la caza había sido iniciada de nuevo.

Mis padres me dejaron con su legado, prometiéndoles que lo cuidaría mientras que ellos se iban en la dirección opuesta para despistar a nuestros cazadores.

Era curioso.

Los cazadores se volvieron en los cazados.

Tuve que sobrevivir.

Llorar y correr.

Hasta que al final solo correr.

Ochenta años habían pasado desde la última vez que pisé Londres. Me agradaba aquella ciudad, tenía un toque de calidez y hogareño que me resultaba familiar, a recuerdos prohibidos y risas olvidadas. Pero ahora, al bajar del tren, solo sentía un sabor amargo en la boca y cierto rencor por los sucesos acaecidos hacía tantos años.

Durante ochenta años había sido entrenada por William Cruor, mi señor. Me había enseñado que, aunque el fuego no purificaba podía sanear ciertas heridas. Giré la cabeza para ver como mis otros cuatro compañeros de viaje estiraban los músculos después de un largo viaje. Seres de diferente origen, de diferentes épocas pero que de alguna manera estaban unidos. Algunas veces me preguntaba qué era lo que nos unía tanto como para no matarnos entre nosotros. ¿La corona? ¿El apellido Cruor? ¿El miedo? ¿El miedo a William?

William era un hombre que estaba mayor a nuestros ojos, durante las últimas décadas le habían empezado a salir arrugas por el ceño y por debajo de los párpados. Su cabello dorado como la miel se estaba empezando aclarar en algunos mechones. Mis compañeros a veces le hacían bromas para que no se lo tomara tan mal y él a cambio solo les reía. Pero en secreto, le había visto varias veces mirándose fijamente en el espejo.

Incluso la última vez me sorprendió observándole. No me regañó, ni me castigó por no haber llamado a la puerta. Al contrario, me pidió amablemente que me sentará a su lado en el suelo y entablara una charla con él. El duro William Cruor que la familia veía, que el aquelarre idolatraba, solo era más que una bola de humo que él mismo había construido para protegerse. Que era lo que todo el mundo hacía. Y yo no era una excepción a la regla.

-¿Estáis bien, Artemisia?

Mi señor se había acercado a mi lado en silencio, como una sombra y me había rozado los hombros con sus dedos. Una tímida caricia que escondía demasiados secretos. Sus ojos, de un intenso y profundo gris, me escudriñaron como si supieran en lo que estaba pensando y tal vez lo hicieran.

Los pecados de nadieDonde viven las historias. Descúbrelo ahora