Capítulo 5: Artemisia

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Desde aquella noche, no volví a ver a William. Ni yo, ni ninguna otra persona que habitara aquellas paredes sabían el paradero del antiguo regente. Lord Cortés y yo pedimos una audiencia para ver a Jonathan y que nos explicara qué había pasado con su padre. Pero ni si quiera el propio hijo pudo decirnos algo.

Suspiré.

-Otra vez.-ordené con voz firme.

El entrechocar de los aceros nunca me había traído buenos recuerdos. Me alejaban del presente y me llevaban a momentos de sangre, fuego y gritos. De momentos que no me dejaban dormir por las noches y que me despertaban entre sudores fríos y gritos que se quedaban atascados en mi garganta. Apreté el agarre de mi espada con más fuerza y seguí paseándome entre las filas de los novatos que estaban entrenando. El nuevo ejército de Jonathan Cruor.

Al propio Jonathan no le gustaba la idea de obtener un ejército, eso, dijo, solo atraería más violencia. Pero incluso el líder del clan no tenía elección en algunos momentos. El pueblo era su corazón, sus brazos, sus piernas, sus ojos. Sin ellos, el apellido Cruor no era nada, excepto cenizas y polvo. Jonathan tuvo que aceptar. Y nos encargó a nosotros, sus Jinetes del Apocalipsis, que nos hiciéramos cargo de aquella tarea. Yo enseñaría esgrima, Lord Vaughan el tiro con arco, Lord Van Deer Ven las nuevas armas que nos había dado el mundo moderno, las armas de fuego. Y lord Cortés, las artes prohibidas de la brujería y la hechicería.

Las primeras clases trataron sobre sentir el peso de la espada, que ella fuera una extensión de sus brazos. Algo que no fue nada fácil. Para algunos pesaba demasiado y para otros era demasiado liviana. Y solo habíamos empezado con la espada ropera. No habíamos tocado el sable o incluso la espada tradicional.

-Más recta la espalda.-dije dándole un golpe en la espalda del muchacho, con el filo de mi arma.- Separa más los pies, Jaime.

-Sí, mi señora.

Y si le corregía algo más sería un milagro, pues aquellas eran las únicas palabras que podía dirigir hacia mi preciado pupilo.

Nadie debía saber la relación entre Jaime y yo. Nadie de la alta cúspide de la familia debía saber nada de Jaime. En realidad, no quería que William, aun estando desaparecido, supiera algo de él. Antes quemaría aquella casa hasta los cimientos, si con ello pudiera impedir tal acto.

-¿Es qué no escucháis la música? Sentid su ritmo. Sentid su melodía. Seguidla como si fuera una amante.-dije en voz alta, para que todos me pudieran escuchar.- He entrenado a niños Cruor que aún eran lactantes y ellos tenían más sensibilidad que vosotros.

A veces la humillación era un estímulo para abrir su coraza y extraer su verdadera fuerza.

-No, no, parad.-todos dejaron de dar palos ciegos con sus armas blancas. Algunos se secaron el sudor y otros jadearon. Llevaban, por lo menos, cuatro horas practicando, pero debía ser dura pues solo los tenía por la mañana. Después de la comida, Lord Vaughan les enseñaba el ridículo arte del arco.- Descanso. Diez minutos.

Muchos soltaron gritos de alegría y se tiraron al frío mármol, para templar sus cuerpos. Yo en cambio dejé mi espada sobre mi mesa y me senté en la silla.

No estaba hecha para ser maestra y menos una para cien alumnos. Sólo había enseñado a dos y no me resultó fácil. No es que fuera mala, es que simplemente no me gustaba, no sentía que tuviera lo que hacía falta para enseñar. Acaricié el pomo de mi espada con cariño. Un regalo de una vida pasada.

-Mi señora.-me sacó de mis pensamientos, una voz. Un muchacho de labios finos, cabello como el ébano y ojos como el coral.

-Ethan. ¿No deberías estar descansado con el resto de los alumnos?-dije cruzando los brazos.

Los pecados de nadieDonde viven las historias. Descúbrelo ahora