Capítulo 12: Artemisia

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Dejé mi cigarro sin acabar encima del cenicero y crucé mis brazos encima de mis faldas. Aquel día llevaba un sencillo vestido negro. La parte del torso y los hombros eran de encaje y el cuello y las mangas de una tela más gruesa de color marfil. Antes de que cambiara mi vida, solía vestir grandes y coloridas prendas que le daban color a mis mejillas, pero después todo cambió, incluso mi armario. Ahora solo usaba prendas oscuras con poca viveza o de color rojo. Alcé mi fría y gélida mirada ante la persona que me acompañaba aquella noche, en la biblioteca.

Había ordenado que no se nos molestara y puesto escudos para que nada ni nadie pudieran escuchar nuestra conversación. Había elegido la biblioteca ya que me parecía un lugar cálido y lleno de historia, rodeado de tantos volúmenes que decoraban las altas estanterías de madera de roble.

-Y aquí estamos ciento cincuenta y un años más tarde.-dije exhalando el humo de mi cigarro.

-Y sigues tan hermosa como el primer día que te vi.-señaló William Cruor.

Aquella noche, sería la última noche que vería a William Cruor, más conocido como el Káiser Dorado. Se le había llamado así ya que su mandato había sido el más glorioso hasta hoy en día, más glorioso que la Edad Oscura la cual reinó su padre, uno de los Titanes, Tánatos Cruor. Aquella noche me despediría de la persona que había atormentado mi vida, ya que al amanecer los Jinetes del Apocalipsis y el nuevo Káiser conducirían al pecador a su embarcación para que pudiera ir a las Islas Feroe y cumplir con su exilio.

Solté un leve bufido y después arrugué el ceño.

-¿Valió la pena? ¿Querer a alguien que no podías y traicionar al trono?

-Que yo sepa el amor nunca ha sido algo prohibido.

-Todas las guerras que el hombre, que las bestias, o que incluso nosotros, los Cruor, hemos cometido, han sido por amor. Amor a una mujer, amor a un falso dios, amor a una tierra prohibida.-él se quedó en silencio.- Respóndeme.

William agachó la cabeza y se quedó mirando sus manos atadas por mi hechizo de fuego.

-William Cruor, el gran Káiser Dorado, hijo de Tánatos Cruor, señor del dolor y Drusila Cruor. Se creía que después de la muerte de Octavia la familia había sido maldita, que no habría herederos, pero al final Tánatos ganó lo que tanto quiso. Su primogénito.-su voz parecía papel de lija, como si aquellas palabras estuvieran cargadas de dolor y sufrimiento.- Pero, sabes, conocí realmente a mi padre con veinticinco años. Vino, me sacudió como si fuera un perro rabioso y me trajo a una mujer que no había visto nunca. Esa misma noche me casé y esa misma noche se marchó de nuevo. Y lo volví a ver una segunda y última vez, solo para que preñara a Theodora porque había pasado cien años lejos de ella y él quería un nieto, un seguro para su adorado trono.-levantó la cabeza. Todo el aire que tenía guardado de mis pulmones se desvaneció de un golpe. Tenía marcadas las venas de su cuello y alrededor de sus ojos del color de la plata fundida, los colmillos sacados de sus fundas y profundas lágrimas surcando su piel pálida.

-William.

-Hice lo que quiso Cesar porque no sabía cómo vivir realmente y tal vez si seguía mis instintos y me aventuraba en una gran hazaña, encontraría las respuestas a todas mis preguntas.-exclamó.- Pero la única respuesta que necesitaba, que necesito incluso ahora, estaba en el cuerpo de un pequeño pajarillo milanés. Ella era libre, no le importaban las consecuencias porque las afrontaba con determinación. Ella era mi vida. Pero cuando un Cruor hace un juramento, debe cumplir con su palabra hasta el resto de sus días. ¿Crees que quise perseguir a mi mujer? ¿Perseguir a mi hijo? Y llegaste tú, reviviendo todas esas heridas que creía cerradas. Por todos los dioses, Artemisia, ni si quiera supe el nombre de mi hijo. El hijo de ella.

Los pecados de nadieDonde viven las historias. Descúbrelo ahora