Capítulo 9: Artemisia

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Cuando era un infante mi padre descubrió que por las noches me escapaba de mi alcoba a la sala de armas para dar espadazos a diestro y siniestro, pues yo quería ser como él. Un gran caballero, con su brillante armadura y su poderoso corcel, pero las niñas no podían ser caballeros, las niñas no podían jugar con espadas o hacerse daño. Esas fueron las palabras de mi madre, pero yo tenía sueños en mi cabeza, ilusión en los ojos y luz en mi inocente corazón. ¿Por qué yo no y ellos sí? ¿Por qué ellos si podían luchar y yo no? ¿Por qué les colgaba algo entre las piernas? Era una niña obstinada que no se rendía ante nada y cuando mi padre, mi amado padre, descubrió mi secreto creí que me colgarían de los pies de la torre del reloj del castillo.

Pero no fue así. En cambio, mi padre suspiró y me cogió en brazos con ternura.

-Si quieres hacerlo, tendrás que hacerlo bien. Aunque tu madre va a enojarse mucho.

Mi padre siempre lo supo. Sabía que yo nunca podría gobernar sobre sus tierras, mi voz nunca se escucharía, no era un varón y tampoco justo. Aquel mundo lo dominaban los hombres y padre quería que yo tomara su título, pero era una mujer, aun así, hizo todo lo posible para hacerme feliz. Y si lo que me hacía feliz era educarme como él, como un caballero, para defender a mi familia, lo haría. Por eso me mandó a otra ciudad, a la capital con diez años, para que pudiera entrenar con los mejores espadachines y aprender la magia y la historia de los mejores seres de la noche.

La noche antes de que atacaran mi casa y masacraran a mi familia, mi padre me llevó a dar un paseo por los jardines. Estaba cansado y quería tomar algo de aire fresco. Nunca olvidaré aquella noche, no porque fuera mi última noche como una mujer libre si no por sus palabras.

-Queríamos a un varón, aunque tú lo has sabido siempre, mi niña. Nuestra casa, aunque antaño fuera una de las más poderosas de todo el país ahora es débil, nuestra caza nos ha hecho ermitaños. Éramos poderosos militarmente hablando, pero ya no deseamos la guerra, solo que nuestro nombre perdure. Pero cuando te trajimos a este mundo, lo supe. No necesitábamos a un varón, tú podías ser todo lo que te propusieras en la vida.

-Padre...

-Llevas mi sangre y mi apellido. Has crecido fuerte y sana. Eres inteligente, bella y temible y todo por lo que has luchado ha orgullecido a esta casa y sobre todo a mí. Pero no gobernarás en estas tierras, ni las podrás liderar algún día, aun sabiendo esto no pares de luchar. Eres mi hija, mi primogénita y digan lo que digan las leyes de este injusto mundo, tú eres y serás siempre mi heredera, mi mayor orgullo, mi madonna.

Cuando era joven tenía sueños en mi cabeza, ilusión en los ojos y luz en mi inocente corazón. Pude tener el mundo entero y me lo arrebataron.

-Al parecer se han encontrado varios cadáveres de mujeres en Camden Town. Todas ellas se encontraron flotando en el río. Y a todas les habían extirpado las extremidades inferiores y los órganos sexuales.

Sueños.

Ilusión.

Luz.

El mundo entero.

-¿Hora de la muerte?

-Creemos que entre las dos y las tres de la mañana.

-Por la noche.

-Sí, mi señora.

-¿Quién las encontró?

-A Abigail y Sophie Jones las encontró un policía que patrullaba la noche del martes a las seis de la mañana, y a Hannah y April Moore un comerciante de una floristería de Camden.

Los pecados de nadieDonde viven las historias. Descúbrelo ahora