Yo era la mala de toda aquella trama que me había inventado.
Yo debía ser el horror y su peor pesadilla.
Y ellos debían creerlo.
No siempre fue así, como bien había dicho Sandro. Antes era diferente, antes no tenía siempre el ceño fruncido y los brazos en tensión por si algo o alguien me atacaba por la espalda. Antes reía y me preocupaba por cosas sin importancia que hacían de mí, la típica chica granadina.
Me preocupaba de sacar buenas notas, de las pequeñas imperfecciones de mi rostro de la adolescencia, de ir al día con mi serie favorita, de estar guapa para mi novio, de robarle el bocata a mi mejor amiga en el recreo. No me preocupaba de morir cuando era correcto morir. Años después, echando una mirada al pasado me doy cuenta que eran solo momentos insulsos que me hacían tonta e inocente. Pero la inocencia se marchitó como las flores de cerezo en invierno. Una tormenta nublosa y furiosa la atravesó, cambiándola por completo y para siempre.
A veces echaba de menos aquellos años. De solo pensar que no tenía que matar para satisfacer los caprichos de una Emperatriz orgullosa, que no debía empuñar un arma contra alguien que no conocía, que no vería ver a mis camaradas morir, de solo pensar en eso, deseaba con todas mis fuerzas que todo hubiera sido una terrible pesadilla. Que toda la tinta que había caído sobre mis venas, desapareciera. Pero a veces la realidad era como un vaso de agua fría que caía sobre mi espina dorsal y no había ninguna máquina del tiempo para revivir a todos aquellos muertos, para arreglar todas esas espantosas situaciones. Ahora solo quedaba mantener las promesas que otros no podían y arrodillarme ante el trono.
Cerré el armario con las armas dentro y cogí mi paquete de cigarros. No era una fumadora empedernida, pero había ocasiones, cuando volvía a mi ciudad natal que me volvía presa de la melancolía, de nubes grises y gotas de agua solitarias. Bajé las escaleras en sumo silencio, como si fuera una amiga de las sombras, en dirección al patio trasero que daba a la cocina. Podía oír los susurros de mi madre y de mi abuela como si estuvieran hablando a gritos. Dones sobrenaturales que habían hecho presa de mi cuerpo cuando tuve quince años. Sabía que hablaban en voz baja para que no pudiera escucharlas, todo en vano. Hablaban de la sucesión del clan, del futuro de la familia y del mío.
Suspiré.
Seguí caminando sin hacer ruido y me interné en la cálida cocina, para pasar al frío jardín. No era una gran cosa. Unos cuantos metros de césped verde, con un pino de más de dos metros en una esquina y un viejo columpio azul, regalo de mi abuela cuando era pequeña, que parecía que se iba a caer en cualquier momento. Tenía un porche coqueto con bancos enfundados en tela mullida para estar más cómodo, alrededor de una pequeña mesa té. Me senté en uno de los bancos y encendí uno de los cigarrillos.
Eché la cabeza hacia atrás mientras exhalaba el humo y cerraba los ojos, para viajar a otro momento. Triste, pero muy, muy brillante.
No vas a llorar.
No vas a llorar.
No vas a llorar.
No vas a llorar.
Pero hacía pocos meses que había cumplido quince años. Hacía pocos meses que había terminado mi tercer año de secundaria. Hacía pocos meses que me había enterado de que toda mi familia no era normal. Hacía pocos meses que había tenido que matar a mi mejor amiga para poder salvarlos. Hacía pocos meses que había tenido que irme de Granada, para ir a Madrid con mi padre y que después decidieran que era mejor que me entrenaran en un país desconocido, con un lenguaje aún más desconocido.
Japón.
El país del sol naciente y medio mundo de por medio.
En aquel entonces yo solo quería llorar y venganza. Y mi padre, Jerod, me aseguró que los mejores asesinos, los mejores maestros en las artes de la guerra se encontraban allí, pero era mi decisión si ir o no. Yo le dije la verdad. Tenía miedo, aún era muy joven como para saber si aquella decisión era la correcta. No tenía a mis hermanos, no tenía a mi madre, no tenía a mis amigos, estaba sola con un padre que acababa de conocer y un nuevo poder que manejar.
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Los pecados de nadie
Fantasía¿Quién es el verdadero pecador? ¿La chica? Ella solo quiere justicia por los seres queridos que perdió. ¿El asesino? Él solo quiere vengar al amor de su vida. ¿La madre? Ella solo quiere seguir con las tradiciones de la familia. ¿La bastarda? Ella n...