Capítulo 4.

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Todo sobre "Eso" y sobre la naturaleza de la relación entre Lauren y Mr. F. También una que otra escena de "Oh".


Camila había salido a fumar los últimos cuatro cigarrillos de la cajetilla, ahogada no en humo, pues eso sería una bendición, sino más bien en una aflicción que la invadía ocasionalmente, la que no entendía por qué se materializaba. Caminó, como siempre, por el Parque Sempione, se sentó en la misma banca de siempre, con un poco de frío al sólo vestir su típico cárdigan negro, pues ya había establecido que, con ropa negra, era casi imposible equivocarse, y así era como iba a trabajar todos los días, intercalando Banana Republic, a veces Gap, que eran marcas que obtenía porque Talos hacía pedidos a Estados Unidos muy seguido, otras veces, sino casi siempre, Benetton, y algunas lujosas como Loro Piana, Prada, Versace o Marni, pero siempre iba de negro menos los Stilettos, que había sido en Milán en donde había encontrado la fascinación por la mágica altura de un buen tacón, que la mayoría los obtenía, por órdenes de cinco en cinco como máximo, en Armani por ser empleada, pero tampoco podía resistirse a los Nine West Peep Toe, o a los Stuart Weitzman, y su conocimiento de la moda llegaba a extenderse un poco más allá del conocimiento público, pues era parte de su trabajo, pero aun así gozaba de las coderas en sus chaquetas y en sus cárdigans, de sus jeans Guess y de sólo variar su conservador pero elegante estilo con Stilettos de colores fuera de lo común; rojo, cian, magenta, amarillo, algunos negros, pero todos de gamuza. Su dependencia cigarrera, que decidió que lo empezaría a dejar poco a poco, que quizás le tomaría años, quizás no, pero valía la pena intentarlo, lo decidió en una noche, junto con mucha cerveza en la sangre, pues se se dio por vencida y empezó a querer dejarlo, todo aquello no podía doler tanto como las resacas que se estaba auspiciando cuatro días a la semana.

Su grupo de amigos, no eran sus amigos en realidad, pues sentía las barreras impedirlo, tanto la suya como la de ellos, y podían charlar, emborracharse, así como en los últimos seis meses, podían ir de club en club, a cual más chic, y podían amanecer todavía ebrios en algún sofá de alguna de las residencias que daba el trabajo, podían hasta besarse en la imaginaria confianza que se tenían, pero ninguno bajaría la guardia, ninguno se dejaría del otro, todo porque la competencia en el trabajo era demasiado alta y cualquier error podía costar la plaza. Tenían diversión como extraños, y nada más. Camila ya no se sentía tan ajena a aquel mundo; iba de lunes a jueves al taller, martes y jueves a clase de cocina, y viernes y sábado olvidaba hasta su nombre entre tanta cerveza y tanto vino tinto, entre los bailes eróticos que Gio le daba, el más gracioso pero el más desgraciado de los dos, y entre las clases de baile que Francesco intentaba impartirle, a veces intentaba enseñarle un poco de Samba cuando iban a un club brasileño en un callejón no muy frecuentado, y se encargaba de aflojarle las caderas a la rubia griega, a veces le enseñaba un poco de un supuesto merengue, y todo era porque Francesco, de pequeño, soñaba con ser bailarín profesional de ritmos latinoamericanos, pero a sus papás les pareció que eso no era de un hombre viril y por eso lo dejaron estudiar diseño de muebles, creyendo que sería carpintero por automaticidad, y eso era algo que se aprendía en un seminario o taller aparte, que, en ese caso, Camila era más “viril” que Francesco porque sí sabía de carpintería y de muchas otras técnicas de construcción práctica mientras que Francesco lloraba cuando se limaba mal las uñas; arte de ser mujer era ser cocinera y carpintera de secreta profesión y pasión y todavía tener manos pulcramente presentables, siempre manicuradas de Rouge Pop Art o de Violet Baroque para esconder uno que otro hematoma por un martillazo que se podría haber debido a tres opciones: a) remota ebriedad, b) visión borrosa por llanto, c) distracción por alguna llamada a su teléfono. Camila se sentía como que necesitaba crecer, madurar, y que no podía, que en vez de hacerlo se cerraba al mundo y a ella misma, que Milán definitivamente no era lo que ella quería para toda su vida, pues le gustaba más Roma, pero, ahora que sus abuelos ya no estaban, ¿qué gracia tenía? Y, por Atenas, había adquirido más bien un sabor a disgusto que de ser acogedor, tal vez porque cada día que pasaba, sabía en la cárcel en la que vivía su mamá.

Antecedentes y Sucesiones. (CamrenAdap.)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora