Capítulo 26.

13.1K 151 185
                                    

De declives, desvaríos y nervios

Las puertas del ascensor se abrieron a las seis y cuarenta y uno en el piso veintidós, justo al compás del inicio de una ligera llovizna primaveral. Agradeció el hecho de no haber sido víctima del hormonal tiempo de la costa del noreste, pues no sabía si era por dejadez, o bien, por necedad, que había decidido no llevar nada que lo cubriera además de la típica chaqueta deportiva.

Se guardó el iPhone en el bolsillo izquierdo mientras sacaba su cartera del bolsillo anterior derecho, una Bottega Veneta marrón, una muestra de compromiso moral, esta de felicitación por su cumpleaños número cincuenta y cuatro; debía ser por eso mismo que la llevaba consigo, porque había sido un regalo de su única hija; sin embargo, también la llevaba por tener ese apéndice plastificado en el que había podido guardar la última fotografía que había inmortalizado una mejor época.

Miró ese momento en el que habían sido capturados cándidamente: los cuatro reían a carcajadas y celebraban el éxito con el que habían absuelto el octavo semestre de arquitectura. El quinto año se reservaba, en aquellos tiempos de antaño, para estudiar aquellas electivas que les proveerían el realce y la distinción que buscaban para proclamarse "expertos" en alguna rama de la materia; habían esperado demasiado tiempo por una noción más detallada de asignaturas como planificazione territoriale, costruzione in zona sismica, planificazione territoriale (la menciono dos veces porque era la asignatura más codiciada)y consolidamento degli edifici storici, y para tomar el temido essame di stato, el cual constaba de la prueba práctica, o proyecto final, de dos sufrimientos escritos y de una tortura oral en la que profundizaban en los aspectos legislativos y en la deontología de la profesión.

De pronto se encontró en el interior de lo que recientemente había denominado hogar. Queda más que claro que debía investigar más sobre su significado; era imposible que su carácter nómada le permitiera llamar así a cada lugar en el que dormía.

Se sacó la chaqueta y la arrojó sobre el sofá más cercano, se enrolló las mangas de la camisa y se dispuso a servirse una copa de vino blanco para acompañar la ensalada con pollo y tocino que le habían dejado. Estaba tan cansado que sintió no tener fuerzas para rezongar por la dieta con la que el room service se había empecinado en imponerle; él no sufría de gota, mucho menos del corazón.

Habiéndose sumergido en la ráfaga de malas noticias en el televisor, se fue a la cama a eso de las diez de la noche. Por alguna razón quiso compartir sus frustraciones y preocupaciones con alguien, pero, al no tener con quién, intentó dialogar con su subconsciente mientras pretendía caer en la vulnerabilidad del sueño.

Alessandro Volterra, desde siempre conocido como simplemente Alec para diferenciarlo de su padre, fue alguna vez un joven de veinticinco prematuros años que se dejaba llevar por todas y cada una de las emociones que experimentaba: era un irracional adultolescente incapaz de reconocer su propia culpa en todo lo que le ocurría.

Si bien era cierto, sabía que Sinu se había dejado enamorar por aquel espigado y bronceado griego que hablaba el francés de manera tan dégoûtant que hacía que Pepé Le Pew fuera un seductor eficiente frente a Penelope Kitty. Bueno, eso fue lo que él creyó por mucho tiempo hasta que se dio cuenta de que él, entre su obsesión por querer proveerle a Sinu un estilo de vida igual o superior al que siempre había tenido -digno de descendiente de la extinta nobleza italiana-, la había arrastrado a unos meses de tedio y tensión que habían terminado por cansarla y por buscar una conversación medianamente entretenida que no tratara acerca de deudas o de dinero general. Quizás Sinu ni se había ni enamorado del presuntuoso hijo de puta, quizás había sido simplemente que no había podido entender cómo había sido posible que Alec se olvidara de ella en un proceso en el que, aparentemente, tanto tenía que ver. Ante el suceso, la boca del aretino -naturalizado romano- se llenó de insultos de los que se arrepentiría décadas más tarde: la condenó de ramera hacia abajo y se decepcionó por el simple hecho de que ella, con el brillante futuro que lograba visualizar para sus habilidades, había decidido abandonarlo no solo a él sino también a la vocación, pues, en su caso, la arquitectura no era solo una profesión que ejercería los años por venir. Siempre la imaginó siendo alguien tan trascendental y revolucionaria como van der Rohe, la que concebiría la Neue Bauhaus con algo más inmortal y trascendental que la tipografía Bayer.

Antecedentes y Sucesiones. (CamrenAdap.)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora