Capítulo 23.

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De lo relativo al tiempo: puntualidad e impuntualidad, relojes, horas, minutos, y segundos. Y de las Cabello.


Las paredes eran beige, o de un color térreo pálido que parecía ser beige pero con mucho esfuerzo. Todavía olía a pintura a pesar de no haber ni un milímetro fresco, simplemente al casero del edificio se le había olvidado abrir puertas y ventanas para ventilar aquel espacio de treinta diminutos metros cuadrados que tenía todo a pesar de no tener mayor división más que la del baño, que tenía puerta.

El pasillo probablemente serviría para poner la zapatera que exhibiría veinte pares de zapatos de todo tipo y que no dejaría espacio para los de ningún invitado. A la izquierda, sin ventana pero sí con extractor de olores, se escondía el baño; el inodoro al lado izquierdo, frente a la puerta el lavamanos con un espejo de tres secciones de compartimentos escondidos, y, entre ambas porcelanas, la ducha; una cabina de 0.75x0.80x2.30 m a la que le faltaba algo a pesar de nadie saber qué era lo que en realidad le faltaba. Probablemente le faltaba una puerta pero carecía de rieles para la asumida puerta corrediza, pues no podía ser una puerta de halar y empujar porque, de halarla, se encontraría con el inodoro, y, de empujarla, probablemente se encontraría con la pared del fondo, y tampoco podía tratarse de una cortina, pues, en lugar del convencional tubo, tenía una especie de viga que era demasiado ancha como para poder usar los ganchos que traían las cortinas en el paquete.

Exactamente después del baño se abría un área de no más de siete metros cuadrados en el que había un fregadero al que abajo, escondido en un gabinete, le cabía un basurero de veinticinco litros, y, justamente al lado del fregadero, había dos hornillas eléctricas; una grande y una pequeña con niveles del uno al tres. Bajo la cocina, o cocineta, había un pequeño refrigerador empotrado. Sobre la cocina y el fregadero había dos gabinetes, y, junto a ellos, se erigía un armario que funcionaba como despensa y como alacena de manera simultánea.

El área de la cocina, así como el pasillo, tenía el piso de madera oscura. El baño era de cerámica un tanto rojiza. Y, luego de la cocina, estaba la única división, la cual era una serie de repisas, una puerta corrediza que parecía ser de papel, y el comienzo de una alfombra marrón oscuro, la cual, si se limpiaba con un poco de agua y jabón, revelaba el color verdadero; un café fétido.

A la izquierda estaba el escritorio y una tabla de corcho, a la derecha la mesa del comedor, un par de sillas y el armario, y, al fondo, contra el par de ventanas que daban a tres pisos de precipicio, la cama junto a las dos mesas de noche.

Treinta precarios metros cuadrados para vivir hasta nuevo aviso.

Todo tenía una ligera capa de polvo, y, tras el olor a pintura, el cual era irrelevante, estaba ese olor a diferentes comidas que habían logrado impregnarse en el concreto, en la madera, y en los vidrios.

Abrió la puerta sin importarle si la reventaba contra la pared, porque venía jadeando a secas mientras cargaba con lo último que subirían esa mañana. Se escabulló entre el colchón y la puerta, y, con un gruñido, haló el colchón mientras Alex lo empujaba; los brazos ya no les daban para cargar nada más, no después de haberlo subido por las escaleras.

El colchón, el cual venía forrado por un plástico relativamente grueso, fue apoyado contra la pared del pasillo, y, con un suspiro colectivo, se dejaron caer al suelo para recostarse contra lo suave.

Irene vio en dirección a la habitación, y se dio cuenta de mi error. Sí, ahí estaba la mesa del comedor, las sillas, el armario, el escritorio, y la cama y las mesas de noche, pero todavía estaban en los empaques de cartón que habían recogido de IKEA. Todavía tenían que armar esos muebles. Todos los muebles.

Antecedentes y Sucesiones. (CamrenAdap.)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora