Capítulo 3.

352 96 71
                                        

Capítulo 3.

Estaba harto. No llevaba ni dos semanas viviendo en aquel hortera y pequeño piso que ya estaba harto. No se trataba solo del nulo gusto decorativo de su anfitriona, ni de, al parecer, su constante necesidad de combinar colores imposibles que le dañaban los ojos cada vez que observaba algo más de la cuenta, ni tampoco de su manía de mostrarse caritativa con él dejándole siempre la comida preparada cuando se marchaba a dónde quiera que fuese. Lo que más le molestaba era la rutina. Cada día lo mismo.


Despertaba, sobresaltado, de su ligero sueño repleto de pesadillas cuando la puerta principal se cerraba, anunciando la salida de Abby un día más. A continuación se levantaba de la cama y, con los pies descalzos y una de sus manos frotando sus ojos, se acercaba al lavabo donde, después de hacer sus necesidades, se duchaba. Una vez duchado volvía, con la toalla rodeando su desnuda cintura, a la habitación y se vestía. Seguidamente se dirigía a la cocina donde se preparaba un café y rebuscaba entre los cajones en busca de alguna galleta para acompañar. Nunca las encontraba. Una vez con la taza entre sus manos, se acercaba a la cazuela o sartén que hubiese sobre los fogones y la destapaba para descubrir cual sería la comida de aquel día.


Aunque no se lo dijese en voz alta, ni tampoco lo haría nunca puesto que no estaba dispuesto a romper ese mutuo entendimiento al que habían llegado, sin saber realmente cómo, en el que ella le preparaba la comida y él la engullía, todo ello sin necesidad de conversaciones de por medio, estaba agradecido por ello. La cocina no era su especialidad. Todo lo contrario. Se le daba fatal. Las pocas veces que había intentado cocinar antes de verse obligado a vivir encerrado, había acabado o bien confundiendo la sal con el azúcar o bien dejando algún ingrediente sin cocinar del todo bien. Por lo tanto agradecía enormemente el silencioso acuerdo al que habían llegado y que Abby tuviera buena mano en la cocina.


Una vez descubría lo que se ocultaba bajo la tapa, volvía a colocarla, saboreando internamente mientras dejaba la taza en el fregadero para, como cada día, fregarla cuando se sintiera agobiado por las cuatro paredes que le rodeaban. Se recolocaba el pelo mientras caminaba hacia el comedor y encendía la televisión, en busca de algún absurdo programa capaz de hacerle olvidar el calvario por el que estaba pasando. Con suerte, y después de unos cuantos minutos de búsqueda, daba con un programa lo suficientemente bueno para entretenerlo durante unas horas hasta que, inevitablemente, su atención se dirigía hacia una de las estanterías que había en el pequeño salón.


Siempre era la misma estantería. La más alejada del sillón en el que se sentaba pero la que mejor se podía observar desde el mismo. Era alta y, como casi todo lo que había en ese apartamento, se encontraba pintada de un extraño color azul claro que Gian no supo definir, aún observándola durante minutos. Tiempo después descubriría que era una extraña combinación del azul, el verde y el blanco que, en un momento de completo aburrimiento, Abby había decidido combinar. Pero lo que más le llamaba la atención de esa estantería y, el principal motivo por el que siempre desviaba la mirada del televisor diesen el programa que fuese, era lo que había en cada una de las tablas que la construían. No era nada fuera de lo normal pero, quizás en ese encierro que experimentaba, hasta lo más mediocre se había convertido en algo alucinante para Gian. Se trataba de una colección de cactus y piedras preciosas que destacaban por sobre el resto de adornos. Desde topacios hasta amatistas, pasando por aguamantinas o esmeraldas, todas ellas colocadas en pequeñas cajitas de cristal conferían al salón un aura de elegancia que, si girabas un poco la cabeza, se veía reemplazado por un sentimiento adverso a causa de un extraño cuadro horripilante colgado de un animal tumbado sobre una cama de girasoles.

IsolatoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora