¿Qué pasó después?

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Estoy tumbada en un colchón enorme, entre Mía y Kalena. Hemos dejado la puerta del balcón abierta y el ruido de Madrid despertándose llega con mucha más fuerza. En las noches grises, esas en las que las estrellas no dejan que sea oscuridad total, no puedo dejar de pensar que me siento exactamente así. Soy como el viento esperando mi turno para empezar desde cero, sin Nathan. No quiero empezar sin él. No quiero amar a nadie que no sea Nathan. 

Hace exactamente diez días desde que vi como me miraba a través de la ventanilla del taxi. Lo cierto es que no creo que vaya a superarlo nunca, ni siquiera sé si quiero. Durante el día, mientras estamos en Gran Vía o conociendo la ciudad los seis juntos, finjo estar bien, finjo ser la misma chica despreocupada que siempre había sido, pero ellos saben que no es verdad. Creo que temen que haga una locura, como quizás llegue a hacerlas en el pasado. Aunque la idea de coger un avión de vuelta a Seattle y presentarme en casa de Nathan me taladra la mente cada noche hasta que consigo dormirme. Ir tirarme en sus brazos y no volver a salir de su cama.

Ya no puedo más. Tengo que irme, me acerco a la puerta de la habitación del hotel y me quedo totalmente en shock de cara a ella; ¿Qué estoy haciendo? ¿Qué demonios estoy haciendo? Me presento en su casa y ¿qué? Nathan no va a cambiar. Nunca. Sigue siendo el mismo hombre irascible, malhumorado, arrogante y que solo confía en sí mismo.

Yo me lo imagino sufriendo como en las novelas, dispuesto a acogerme de nuevo entre sus brazos, pero bueno, quién sabe si ya hay una o varias rubias calentándole la cama por las noches. ¿Por qué me martirizo así? No confía en mí. Nunca lo ha hecho. Es hermético. No va a cambiar y menos por mí.

«Supéralo, de una jodida vez Swan.»

Me doy la vuelta enfadadísima y sin que nadie note lo ocurrido vuelvo a meterme en la cama, entre mis dos mejores amigas, que duermen como dos osos hormigueros.

—¿Por qué?—dice Mía dándome un susto de la muerte.

—¡Joder! Pensé que estabais dormidas.

—Ya sabes que Kalena puede dormir y si hay un terremoto ni se despierta.—dice riéndose, y continúa hablando—Bueno, ¿me vas a decir por qué?

—¿Por qué, qué?

—Si tantas ganas tienes de verlo, deberías hacerlo.

—No puedo, Mía.

Mi amiga pone los ojos en blanco. Yo se de cierto personaje literario al cual no le gustaría ese gesto. Río para mi misma.

Nos levantamos de la cama para evitar despertar a Kalena y vamos a la cocina. Son las doce y catorce minutos de la mañana.

—¿Por qué a ver?—insiste ella.

—Porque Nathan va a seguir siendo Nathan. No va a cambiar, ni siquiera creo que quiera hacerlo, y yo no podría volver a estar al lado de alguien que se lo calla todo y que controla la situación y la manipula para obtener siempre lo que quiere. Simplemente no quiero.

—Estás enamoradísima de él—me interrumpe. La miro mal, exasperada, y ella se encoje de hombros como queriendome decir que está en lo cierto.

—No puedo volver con él —sentencio.

—Pues no lo hagas. Si no quieres eso de verdad, entonces no..

—¿Qué?

—Lo que has oído, no lo hagas. Quédate aquí, y recupérate. Algún día tendrá que suceder.

—¿El qué?

Kalena entra en la cocina desperezándose y se une a la conversación.

—Que de repente, un día no sentirás la necesidad de correr a sus brazos y pensarás que realmente eres feliz y que le has olvidado, pero entonces tendrás que regresar a Seattle y un día sin quererlo le verás y él estará jodidamente guapo como siempre y te mirará con esos ojos grises y te sonreirá de esa manera que hace que a todas las chicas se les caigan las bragas. Que sí, que Nathan siempre va a ser Nathan, pero tú, queridísima cabezota, siempre vas a ser Audrey Swan, y solo hace falta verte para saber que estás loca por él.—concluye Kalena mientras se coje una palmerita de chocolate y se sienta en uno de los taburetes grises de la cocina americana.

Vaya.

—Bonitas palabras—le respondo cogiendo mi botella de vodka dispuesta a darle un trago justo antes de que Kalena, sin darme cuenta me la cambie por una taza de té Earl Grey.

—Y muy ciertas.—Contesta Mía mientras me mira desafiante por encima de su taza.

—No lo veré nunca más.—finalizo.

—Él te buscará.—añade Kalena.

—Me mudaré.

—Te encontrará.

—Me iré de la ciudad.

—Dudo que eso lo frene.—añade Mía.

—Del país—replico absolutamente exasperada.

—Audrey, tiene un jet privado.

—No lo entiendo—digo al fin—.¿Vosotras no deberías estar odiándolo por todo el daño que me ha hecho?

—Y lo hago, en privado, como buena amiga, pero quiero que seas feliz.—dice Mía.

—Ése es el problema, con él soy más feliz que nunca y también demasiado desgraciada, y no sé si me compensa intentarlo con él.

—Eso tendrás que averiguarlo tú. Tómate tu tiempo. Me gusta vivir en Madrid.—añade Kalena.

—¿Cuántas botellas de vodka nos quedan?—pregunto cuando dejo caer la cabeza sobre la barra de la cocina.

—Pues.. dos semanas y media.

Las tres sonreímos.

—No me compensa, pero le quiero demasiado—digo después de lo que parece una eternidad sin hablar.

—Pues estás bien jodida —concluye Mía.

—Ésas sí que son palabras muy ciertas.—dice Kalena antes de llevar su taza de té a los labios.

Vuelvo a sonreír y hundo mi cabeza en mis brazos cruzados sobre la encimera. Odio mi vida ahora mismo. Nos levantamos cuando el sol se hace insoportablemente presente en la habitación. La boca aún me sabe a vodka de anoche. Esto no puede ser sano. Me doy una ducha rapidísima y me cepillo los dientes. Vuelvo a ser persona, o... casi.

A la una y media nos reunimos con los chicos en el hall del hotel. Hugo se encargó de reservar el hotel, y es perfecto. Es como un apartamento, tiene un claro predominio de grises y blancos, pero lo que más me gusta es el sofá amarillo que corona la habitación.

Mientras los seis atravesamos la Gran Vía para dirigirnos a Callao, no puedo evitar quedarme mirando los lujosos edificios y las grandiosas entradas que la flanquean a ambos lados. Es alucinante, como un país propio. Madrid tiene su propia esencia. Madrid es arte. De nuestras pintas, sin embargo, no puedo decir lo mismo. Las tres vamos con pantalones cortos de colores y camisetas de tirantes. El pelo recogido de cualquier manera y sandalias. Y los chicos igual, se nos nota que no somos de aquí. Quiero autoconvencerme de que para ir a tomar algo a lo que los españoles llaman "tapas" esto sobra.

Llegamos a una de las principales calles que dan a la Puerta del Sol y vamos directos a un restaurante en el que Hugo ha hecho reserva. Es muy acogedor, nos sentamos en una mesa al fondo de la estancia, tras pedir la comida, y un picoteo típico de la zona, acompañado de un delicioso vino blanco, mientras esperamos la comanda, Kalena, Mía y yo nos dirigimos al baño.

Vamos distraídas, riéndonos por que unos alemanes han parado a Darek para preguntarle sobre una dirección y eso ha sido el chiste de la mañana, cuando sin darme cuenta al empujar una de las puertas que dan a los servicios, mi nariz se topa con un tórax ajeno.

¡No! ¡Por favor! ¡No! ¡No! ¿Pero qué coño me pasa? Tengo que dejar de ir al baño en los establecimientos públicos.

Murmuro una disculpa casi inconexa y me giro directamente hacia Kalena y Mía que me ayudan a levantarme, pero éstas se quedan petrificadas. Lo miran a él y me miran a mí, tratando por todos los medios de fingir que esta situación no es real, y que Nathan no está a unos pasos de mí.

Continuará...

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⏰ Última actualización: May 28, 2018 ⏰

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Todas las noches en las que el cielo se vuelve grisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora