Capítulo 25. Mariposas en el estómago

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Estábamos sentados en la arena observando el hermoso ocaso en aquel increíble paisaje. Parecía que estábamos dentro de una fotografía.

―¿Por qué te peleaste con Daniela? ―preguntó de repente, sin dejar de mirar el mar.

―Estaba hablando de mí con sus amigas ―dije con amargura.

Recordar lo que dijo hacía que se me revolviera el estómago.

―¿Qué decía? ―Giró la cabeza para mirarme.

―Dijo que era una puta que aparentaba ser virgen ―contesté.

―Esa chica está loca. La única puta es ella ―gruñó.

―Lo sé. ¿Cómo se atrevió a hablar así de mí cuando ella terminó acostándose con Fernando? ―Estaba furiosa―. Lo único cierto que dijo fue que aún soy virgen.

Estas últimas palabras las dije sin pensar. Me puse la mano en la boca tratando de no decir más cosas innecesarias. Frank alzó las cejas. Noté que me ardía las mejillas cuando las comisuras de sus labios se curvaron en una sonrisa. Nunca debió saber ese dato.

No es que sea un pecado ser virgen a los dieciocho, pero tampoco era algo de lo que sentirse orgullosa. La gente, al saberlo, pensaba que eras una chica solitaria. Era algo vergonzoso.

―Es bueno saberlo ―comentó estudiándome de arriba abajo rápidamente.

Para acabar con esta situación embarazosa, me levanté y caminé hasta la orilla. Me quité las sandalias y coloqué los pies a la altura donde el agua llegaba y se iba. La brisa me acariciaba con suavidad, haciendo que algunos mechones se soltaran de mi trenza.

Sentí a Frank a mi lado. Yo tenía la mirada perdida en la bella vista que tenía frente a mí.

―No tiene nada de malo, ¿sabes? ―dijo mientras escondía las manos en los bolsillos delanteros de su short.

―¿El qué? ―pregunté con nerviosismo.

―Que seas virgen.

Lo miré. Estaba observándome con seriedad.

―Puedes burlarte, si quieres ―dije, y devolví la vista al mar.

―No lo haré.

Se acercó hasta que noté el roce cuerpo.

Nos quedamos en silencio contemplando el atardecer. Frank se alejó un poco.

―¿Llevas bikini? ―me preguntó, señalando mi atuendo.

―Sí, pero no creo que vaya a meterme al agua. Está empezando a anochecer ―dije abrazándome.

No escuché su respuesta. Volví la cabeza y vi cómo tomaba la parte inferior de la camiseta y comenzaba a deslizarla, hacia arriba hasta que se la sacó.

«¡Guauuu! Necesito agua fría ¡ahora!, antes de que mi cara arda en llamas», pensé. «¡Qué abdomen, madre mía! ¡Era una apetitosa tableta de chocolate! Ese torso tan perfecto debería ser ilegal.

Y, oh, Dios..., ¿qué me dices de esas ligeras líneas que forman un tentador camino hasta su entrepierna?»

Sin esperarme, se adentró al mar. Me sentía como una estúpida allí, de pie, sin hacer nada. Mi mente estaba procesando lo que estaba viendo.

Pasados unos segundos, salió a la superficie. El agua le llegaba a la altura de los hombros, impidiéndome ver su pecho desnudo.

―¿Piensas quedarte ahí? ―me preguntó mientras se pasaba la mano por el cabello mojado.

Tenía dos opciones. Una: quedarme ahí como una tonta, y dos: quitarme la ropa y lanzarme al agua.

Tratando de controlar mis nervios, me quité la blusa y me solté el pelo, que cayó libremente por mis hombros. A continuación, caminé hacia el agua azulada.

―Te falta algo ―me avisó Frank, señalándome el short.

Genial. Por un momento pensé que no se iba a dar cuenta. De forma rápida deslicé el pantalón hacia abajo hasta que estuvo fuera de mis pies. Me sentía desnuda y cohibida ante la mirada de Frank.

Me metí al agua, y me estremecí un poco antes de hundir la cabeza para mojarme por completo. Cuando salí de nuevo a la superficie, me peiné hacia atrás con los dedos mientras Frank nadaba ágilmente hacia mi dirección.

Las próximas horas fueron relajantes. Frank me retó e hicimos varias carreras, nadando de un punto a otro. Obviamente, gané yo. O tal vez él me dejó ganar. Lo importante es que me divertí como nunca. Nadamos, buceamos, nos echamos agua el uno al otro sin parar..., anocheció sin que nos diéramos cuenta.

Me encontraba sentaba en la parte delantera del SUV, cubierta con la toalla, Frank a mi lado, de pie, con su toalla sobre la espalda.

―¿Quieres ir a cenar?

―Si no es mucho pedir ―dije sonriendo.

Rió y volvió a mirar el mar. Suspiré al ver el cielo oscuro adornado con estrellas brillantes. La única luz que nos acompañaba era la de la luna. En comparación con la salida de ayer, esta había sido genial.

Frank y yo habíamos olvidado nuestras diferencias durante unas horas y nos habíamos divertido sin necesidad de alcohol o de sustancias extrañas. Momentos como este son sagrados.

No me sentía triste o deprimida por haber perdido a Fernando: me sentía libre y cómoda al lado de Frank.

―Gracias ―susurré―. Por todo.

Me miró recorriendo mi rostro.

―No te lo he dado todo ―comentó divertido.

―Sabes a lo que me refiero ―protesté mientras me envolvía aún más en mi toalla.

―¿Tienes frío?

Se puso delante de mí y me colocó las manos en los hombros.

―Solo un poco ―contesté con una mueca.

Se quitó la toalla y me cubrió delicadamente con ella. Cuando levanté la vista para encontrarme con su mirada, sus ojos cafés brillaban de una manera hermosa y única.

Por unos momentos nos quedamos mirando el uno al otro. Su mirada viajó hasta mis labios y entonces comenzó a acercarse. Olvidando todo a mi alrededor, cerré la distancia que separaba nuestros rostros y nuestras respiraciones se entremezclaron en el momento en que su nariz tocó la mía. Me sujetó la barbilla con una mano, y me besó.

Mis labios se abrieron lentamente para él. El beso fue dulce y tierno. El frío desapareció cuando sentí su cuerpo cerca del mío, desprendiendo un calor exquisito. Mis manos soltaron la toalla, y esta cayó a la arena.

Le rodeé el cuello con mis brazos y lo atraje hacia mí con fuerza. Una de sus manos viajó hasta la zona baja de mi espalda, y ello hizo que mis hormonas se despertaran sobresaltadas.

Mis piernas, de manera involuntaria, se cerraron en su cintura para evitar que se alejara. Infinidad de sensaciones me recorrieron la piel al sentir la textura de sus labios. Succionaba los míos con un toque de desesperación y deseo, y mi corazón se aceleraba cada vez que su mano recorría mi espalda de una manera suave.

Conforme avanzaba el momento, el beso se profundizó. Un gruñido ronco y sexy salía de su garganta cuando su lengua se adentraba en mi boca. Sus labios viajaron hasta mi cuello depositando besos suaves y húmedos. Solté un leve gemido cuando subieron hasta mi oreja y empezó a morderme el lóbulo.

―Me gustas ―me susurró al oído.

El Huésped ✅ [ Disponible en físico ]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora