Capítulo 7

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«Ley de Murphy, luego existo.»

―Jennifer

Hay una ley que dice: si algo malo puede pasar, pasará. O algo parecido. En fin, el punto es que yo tenía la sensación de que la habían escrito basándose en mi vida o en la de alguien muy parecido a mí en siglos anteriores.

No hace falta que explique las razones por las que yo pensaba eso porque, a fin de cuentas, mi vida las dejaba a la vista. Muy a la vista.

Y esa misma mañana, tras haber dejado la nota en el casillero de Joshua, había tenido la última prueba: un nuevo rumor sobre mí.

La cuestión es que, una hora después de haber metido el papel por las rendijas del estúpido casillero de Josh, la mitad de la preparatoria ya estaba al tanto. ¿El culpable? Aaron, claro, él había sido el único testigo. El muy idiota, por supuesto, había ido esparciendo el rumor de que yo gustaba de Joshua Feehan.

Y como si no fuera suficiente, el boca a boca había añadido varios detalles al rumor, como que yo tenía un fetiche con los estudiosos, o que estaba usándolo para aprobar las materias, e incluso había oído a unas chicas cuchicheando acerca de que yo le pagaba con fotos de mi cuerpo al desnudo.

Sí, así de patéticas eran sus vidas: inventaban cosas de mí porque no tenían nada que contar sobre ellos mismos.

¿Lo peor de todo? Ya no había nadie que pusiera en duda los rumores. Nadie.

Para ellos, para cualquiera de mis pares, yo era la perra de Castacana.

Fingir que no me afectaban los rumores ya se me estaba haciendo difícil. Uno, porque caminar por el corredor y que todos te esquiven o te miren mal se siente horrible. Y dos, porque, créanme, una etiqueta como esa no se puede quitar de la noche a la mañana.

Una falsa reputación me precedía a donde sea que fuera.

Incluso de regreso a mi casa, caminando como todos los días, podía sentir ojos atravesándome con desprecio cuando algún compañero pasaba por mi lado.

Así que cuando entré a mi dormitorio, tras haber saludado rápidamente a mis abuelos, no pude evitar lanzarme encima de la cama y hacer lo que no había hecho por casi un año.

Me sentía sola, perdida, y no tenía a quién contárselo. Una presión en el pecho y un incómodo nudo en la garganta fue lo único que sentí antes de que mi mirada se nublara. Entonces, solo entonces, me permití aferrarme a la almohada bajo mi rostro y estrujarla entre mis brazos como si fuera una amiga.

Y lloré.

Lloré porque la Ley de Murphy era una mierda y porque nunca cambiaría, al menos no mientras yo viviera.

―¿Jennifer?

Oír a mi abuela al otro lado de la puerta, luego de algunos minutos, hizo que mis sollozos se pausaran.

―¿Qué pasó, abu? ―musité luego de carraspear para quitar el temblor en mi voz.

―Ven a la sala un momento ―me pidió alejándose.

Sus pasos, sobre todo el sonido de las suelas de sus zapatos siendo arrastradas, dejaron de oírse a los segundos. Cuando estuve segura de que ya se encontraba en la sala, me senté sobre la cama y me fregué los ojos con el puño de mi camiseta. Busqué una hoja para echarme aire en la cara y tras confirmar en un espejo que mi vista ya no estuviera roja, me puse de pie y salí al pasillo de la casa.

Nada más llegar a la sala, pude ver a mis abuelos sentados en el sofá, esperándome. Mi abuelo, al verme, sonrió con pena, como si supiese que yo no estaba pasando un buen momento. Mi abuela, en cambio, frunció más su entrecejo.

Estúpido Josh │Próximamente en papelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora