Capítulo 19

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«Define provocar.»

―Jennifer

Nadie es fuerte hasta que se lo cree. Y yo... yo seguía sin creérmelo.

Con un millar de lágrimas obstaculizando mi vista, caminé a ciegas por el corredor intentando pasar lo más desapercibida posible. Por un momento, quise ser la niña de doce años que había vivido feliz en Belmonte, alejada de los dramas adolescentes y de las acusaciones en falso.

Pero sobre todo, deseé no haber existido jamás.

En mis diecisiete años, no había aportado nada al mundo. Es más, estaba segura de que mi ausencia habría sido mejor.

Todos habrían sido más felices.

Incluso él.

―Estúpido ―gruñí caminando para coger mis libros de la próxima clase.

Él hubiera sido el más beneficiado si yo jamás hubiera llegado a este mundo.

Quizá mi mamá debió deshacerse de mí cuando pudo, pensé. Eso habría ahorrado problemas a futuro.

―Estúpida ella ―inhalé entrecortadamente.

No supe decir su nombre porque jamás me había atrevido a preguntarlo, ni a mi padre cuando todavía vivía, ni a mis abuelos años más tarde. Y dudé que alguna vez fuese capaz de preguntárselos. Ella me había abandonado al nacer, dejándome a cargo de mi padre. ¿Acaso merecía la pena preguntar por una mujer como ella? No, no la merecía.

Si en vez de abandonarme, me hubiera privado la vida, ella hubiera sido más buena conmigo. Y me habría ahorrado humillaciones de personas que ni siquiera me conocían, entre ellos Paul.

―Estúpidos t-todos ―sollocé entonces, sintiendo cómo mi voz se rompía al final.

Y viendo que llegaba al final del corredor, me sequé las mejillas con el dorso de mi mano derecha.

Abrí mi casillero y bufé con la cabeza dentro, para que nadie viera ni sospechara el lío que tenía en mi interior. Miré alrededor. Tenía una que otra cosa, fotos adheridas de mi gato, recortes de revistas de moda y un par de libros que nadie, excepto yo, sabía que había leído. La gente seguro pensaba que yo no sabía leer, o si sabía, mis autores preferidos eran E.L James y Jennifer Probs. Lo cierto era que todos estarían equivocados si pensaban eso, porque a pesar de mi título de perra, yo no pensaba sólo en sexo. Y claro está, mis libros favoritos eran escritos por Nicholas Sparks. Realista y cursi, así era yo.

Y ahora también débil y llorona, y tan vulnerable que ya ni yo misma me reconocía.

Cuando posé mi vista en una foto que sobresalía de las demás pegadas en la puerta del casillero, suspiré. Allí estaba yo de niña, con una coleta a cada lado de la cabeza, y refugiada entre los cálidos brazos de mi padre. Esos eran días felices y habían sido mis días de chica inteligente.

¿Quién creería que la ignorante Jennifer había sido nerd en la escuela primaria de Belmonte? Por supuesto, si no fuese por aquella foto, yo lo negaría.

Cerré la puerta y me recosté sobre ella, rogando para mis adentros que los estudiantes permanecieran en la cafetería. De ese modo, no tendría que ir evitándolos ni bajando la vista para que no vieran mis ojos llorosos.

Poco después oí unos pasos y supe que mis ruegos no habían funcionado, así que caminé hacia el baño de mujeres. Estaban cerca a la zona de casilleros, por lo que no tardé en llegar. Una vez dentro, ahuequé mis manos para llenarlas de agua fresca y hundí mi rostro en ese pequeño estanque creado por mí misma. El alivio que le otorgó a mis ojos hinchados, fue instantáneo. Sin embargo, la hinchazón no se fue. Cuando me miré al espejo, además de sentir mi rostro caliente, había pequeñas llagas rojizas en mis globos oculares.

Estúpido Josh │Próximamente en papelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora