12. Lloros

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Durante la siguiente semana, Mimi no recibió ninguna noticia de Ana. No contestaba a sus mensajes, no llamaba a su puerta, no intentó ponerse en contacto con ella ni nada. Parecía que se había saltado sus clases, diciendo que estaba enferma, y se había quedado en su casa donde nadie podía ver lo mal que estaba. Nadie había conseguido ponerse en contacto con ella -Mimi había hablado con Aitana, quien tampoco había tenido suerte y cada vez se preocupaba más. Era muy extraño que de repente dejase de hablar con la gente.

Por lo menos, Mimi sabía que seguía en su casa. Gracias a la mierda de paredes que había, podía escuchar sonidos en la casa de al lado. La mayoría del tiempo eran los altavoces, en los que sonaban las canciones más tristes que existían. Parecía que Ana estaba dispuesta a escuchar música triste todo el día para hurgar en la herida.

A decir verdad, cada vez que se paraba a pensarlo, Mimi se sentía más culpable. Si ella no hubiese aparecido, Ana no estaría pasando por todo eso. Seguro que sin ella Jadel habría seguido con Ana, se habrían casado, habrían tenido dos hijos perfectos y tres gatos y habrían sido felices para siempre.

Vale, no había ninguna forma de saber si eso era verdad, pero estaba segura de que su aparición no había contribuido a que esa relación siguiera como estaba. Aunque nunca había intentado nada serio con Ana, había pasado mucho tiempo con ella. Podía llegar a entender que Jadel hubiese sospechado, pero por lo menos debía haber confiado en la morena un poco. Seguramente la conocía lo bastante bien como para saber que Ana nunca pensaría en engañarlo. O eso quería creer.

Fue Aitana quien consiguió atravesar la barrera defensiva de Ana. Había organizado una intervención esa misma tarde y, según Mimi podía oír desde su lado de la pared, parecía que esa intervención implicaba llorar bastante más, aunque suponía que era mejor que lo hiciera en compañía de su mejor amiga que ella sola rodeada de oscuridad y con música triste de fondo.

La gran idea de la del flequillo de coger a Ana y llevársela de fiesta un sábado por la noche no había resultado tan buena como esperaban. Aitana solo había llevado a Vicente y a Mimi para que así la canaria no se sintiera muy expuesta.

Lo cierto es que todos eran culpables por no haber estado pendientes de cuantas copas se bebía la muchacha. Ana había pasado toda la noche pegada a un vaso, siempre lleno, por supuesto, y con un aspecto miserable, hasta que finalmente todo lo que había tomado se le subió a la cabeza y empezó a llorar otra vez. Las miradas que recibieron hasta que la sacaron del bar expresaban claramente que ninguno de los presentes quería estar en su lugar en ese momento.

Mimi había servido de más que de apoyo emocional porque, al decidir Ana que quería volver a casa, todos sabían que no estaba en condiciones de subir las escaleras por su propio pie, y la rubia había sido la encargada de cogerla en brazos y llevarla hasta su propio piso ya que así por lo menos el pobre Mimo no tendría que ver a su dueña en esas condiciones. Aitana se había encargado de meterla en la cama, donde la morena se había quedado llorando una vez más.

Mimi se tumbó junto a la morena por si le hacía falta algo mientras que Aitana y Vicente se quedaron en el sofá.

Durmió bastante bien hasta que un leve movimiento a su lado la despertó. Se quitó la sábana de encima rápidamente y fue hacia el baño. Al entrar cerró la puerta y se acercó hasta el baño, junto al que Ana estaba agachada hecha una bola. A la morena solo le dio tiempo de dedicarle una rápida mirada antes de volver a soltar una arcada. Su cuerpo estaba castigándola por las decisiones de la noche anterior y, para hacerle el sufrimiento más ameno, Mimi inmediatamente se acercó para sujetarle el pelo.

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