Capítulo 40.-

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Los gemidos que salían de la habitación que teníamos frente a nosotros eran claros y altos, se reconocía claramente la voz de una chica y de un hombre, estaba claro que alguien estaba follando en esa sala, pero me negaba en rotundo a pensar que Ian fuera el hombre que había al otro lado de la puerta.

Las lagrimas comenzaron a caer por mis mejillas, dejando en mi rostro un recorrido brillante y salado, que representaba lo que me dolía oír aquello y entrelazarlo con mi novio, me dolía demasiado como para seguir estando allí. Sabía que si abría la puerta podría tener dos reacciones, una de ellas sería como soltar todo el estrés y ver que Ian me era fiel, la otra era la peor, sería como clavarme un puñal a mí misma en el corazón, atravezándolo de un lado a otro.

Debía saberlo, aunque fuera como estar sirviendo veneno en mi propia copa necesitaba saber que mi novio no era el que estaba en aquel lugar. Abrí levemente la puerta, dejando la rendija perfecta para ver las caras de los presentes, permanecí con los ojos cerrados, por miedo a lo que pudiera ver en el interior, pero debía armarme de todo mi valor, por lo que cogí todo el aire que pudieron contener mis pulmones y abrí los ojos.

Daniel tenía razón, me había dicho la verdad, no me había mentido. En aquella sala había dos personas, una de ellas era una chica joven y rubia, la otra, una de las personas que jamás creí que me tricionarían de aquella forma: Ian. Sentía como toda mi vida se había arruinado con una simple imagen, como si todo se hubiera ido a la mierda en escasos segundos.

Salí de allí rápidamente, mis zapatillas me permitían correr sin ningún problema, pero las lágrimas que empañaban mi vista impedían que viera con claridad por donde iba, por lo que ni yo misma sabía a donde me dirigía. Oía pasos por detrás de mí, sabía que era Daniel, ya que cuando me había ido corriendo había gritado mi nombre y había comenzado a correr segundos después que yo.

Me metí rápidamente en el baño de chicas, no tenía ganas de hablar con nadie, sólo quería llorar y llorar, para poder desahogarme y tratar de calmarme, aunque sabía que aquello sería casi imposible, ya que acababa de ver como mi novio me ponía los cuernos. Me senté junto al lavabo, en el suelo, llevando mis rodillas hasta mi pecho y abrazando ambas piernas con mis brazos, todo ello, sin dejar de llorar en ningún momento.

—Rebbeca, lo siento... —murmuró Daniel, parecía realmente arrepentido, pero no tenía por qué estarlo, la culpa no era suya, si no de Ian, Daniel sólo había conseguido que abriera los ojos, cosa que realmente necesitaba.

Había entrado en el baño un minuto más tarde que yo, se sentó frente a mí, mirando mi rostro atentamente, seguramente esperando a que le dijera algo o que simplemente lo mirara a los ojos, decidí hacer la primera opción, ya que no debía tener contacto visual para realizarla.

—No ha sido culpa tuya —sorbí mi nariz, reteniendo la moquita que amenazaba con caer—. Gracias por abrirme los ojos. —sollocé, para luego retirarme algunas lágrimas con el dorso de mi mano.

Agarró mis manos, tirando de ellas hacia delante, consiguiendo que ambos quedáramos frente a frente, con nuestras cabezas a la misma altura, él estaba sentado, mientras que yo permanecía de rodillas.

Llevó sus manos a mis mejillas, secando muchas lagrimas con sus pulgares, para luego acercar más nuestras caras, hasta que nuestros labios se encontraron en un beso que me transmitió más cosas de las que esperaba, ese beso me hizo darme cuenta de que yo estaba enamorada de Daniel.

Aquel beso fue como una promesa de amor eterno, un pacto sin letras ni palabras.

Tímida ·Daniel Oviedo·Donde viven las historias. Descúbrelo ahora